Fallece Gianni Mura, un grande del periodismo deportivo
El responsable de fútbol y Tour de Francia del diario ‘La Repubblica’ tenía 74 años
Cuando los tiempos felices Senigallia era Senegal, era Miguel Indurain en rueda de prensa calurosa, y el sol brillaba, que decía, ah, sí, es muy importante la contrarreloj de Senegal… Era el Giro del 93 y junto a la playa del Adriático apacible Indurain ganó la contrarreloj y se vistió de rosa, y nadie pensaba que nada malo podía ocurrirle a nadie. Y en Senigallia, junto a la playa de arena infinita, tiene una casa Manu Audisio, compañera periodista en La Repubblica, la reina de los Juegos Olímpicos y de los Mundiales de atletismo, y en esa casa estaba pasando unos días con su colega y ...
Cuando los tiempos felices Senigallia era Senegal, era Miguel Indurain en rueda de prensa calurosa, y el sol brillaba, que decía, ah, sí, es muy importante la contrarreloj de Senegal… Era el Giro del 93 y junto a la playa del Adriático apacible Indurain ganó la contrarreloj y se vistió de rosa, y nadie pensaba que nada malo podía ocurrirle a nadie. Y en Senigallia, junto a la playa de arena infinita, tiene una casa Manu Audisio, compañera periodista en La Repubblica, la reina de los Juegos Olímpicos y de los Mundiales de atletismo, y en esa casa estaba pasando unos días con su colega y su mujer, Paola, Gianni Mura, que estaba delicado y necesitaba tranquilidad y aire de mar. “En diciembre pasó una pulmonía y cuando salió del hospital nos vinimos a Senigallia… El lunes sufrió un colapso en la calle y lograron reanimarle, pero estando en el hospital le ha dado un infarto que no ha superado…”, cuenta su amiga Audisio, a su lado hasta el final, hasta que Mura, uno de los grandes, murió este sábado, una mañana gris junto al mar de Senigallia, y los días tristes son más tristes aún para los que nos quedamos, y lloramos. Tenía 74 años.
“Me gustaría ser Mura en julio”, le respondió una vez a Mura el entrenador del Udinese, Francesco Guidolin, a quien entrevistaba para su periódico.
Mura escribía de gastronomía (a medias con su mujer), de fútbol y de ciclismo en La Repubblica.
Odiaba más que nada los restaurantes en los que sobre un entrecot bien calentito servían sin apenas cuidado una ensalada fresquita, y la lechuga se recalentaba y se quedaba lacia y triste, y lo escribió en su divertidísimo librito Non c’è gusto, una guía de dónde no comer. Él, en el Tour, sí que sabía dónde comer. Por las mañanas, llegaba temprano a la sala de prensa (no veía sentido a perder el tiempo en la salida de las etapas, donde nadie ve ya a los ciclistas, encerrados en sus autobuses, y donde ya no hay viejos directores que cuenten historias) y sacaba de su bolsa la fruta que había comprado por el camino, todos los periódicos en papel que había comprado en un quiosco y un mapa de Francia y la Guía Michelin. Se pasaba la mañana haciendo llamadas hasta que lograba reservar habitación en un buen hotel cercano y cena en uno de los buenos restaurantes. Examinaba la zona vinícola y antes de llegar ya sabía qué vino iba a pedir. Pero eso era por la noche, y siempre con compañeros periodistas a los que invitaba siempre.
De fútbol, de la liga italiana, de la Nazionale, lo hacía, aparte de sus crónicas y sus entrevistas, todos los lunes bajo la rúbrica Siete días de malos pensamientos, los que le despertaba un deporte con demasiadas aristas, y defendía el 0-0 como el summun de la obra maestra.
De ciclismo lo hacía en el Tour, en julio, donde quería ser un niño ingenuo, lo que no podía ser, porque era un niño con memoria, que había mamado el ciclismo del gran Gianni Brera, su maestro, en los tiempos de Coppi, y que cuando escribía de Pantani en maillot amarillo recordaba haber escrito de Gimondi 30 años antes y 20 años después seguiría escribiendo de ciclistas dándole a los pedales por las carreteras de Francia, aunque cada vez con menos entusiasmo, menos deseo, menos amor por un deporte que sentía que, rindiéndose a la tecnología y a los técnicos de laboratorio prefabricados, había traicionado a todos, como le había traicionado a él, que sintió también cómo le traicionaba su cuerpo, y tuvo que dejar de fumar, y de comer tanto como le gustaba, y debía cuidarse, y le decíamos, te estás quedando en los huesos, Gianni, qué bien, y él respondía con una mirada de desconsuelo. Y no quería sentirse un dinosaurio de otra época como a veces le hacían sentir los demás periodistas que le hacían fotos, y jóvenes reporteros delgadísimos, con piernas depiladas y bicis plegadas bajo el pupitre, le hacían reportajes al gordo Mura, sus barbas, su calma, el último gigante de otra época, y así, mientras aporreaba las teclas de su vieja Olivetti Lettera 32, la máquina de escribir que siguió usando hasta que en la redacción central jubilaron a las teclistas que o le tomaban la crónica al dictado, tan lleno de virgole, a voz alta, o le transcribían el fax que su compañero Carletto enviaba desde los centros de transmisiones del Tour. Sucumbió, como todos, al portátil.
Un día le preguntaron si no le preocupaba molestar a los demás periodistas con el ruido de sus teclazos cuando, inspirado, aceleraba su escritura, como si disfrutara de un privilegio, y él, invariablemente, respondía: “yo no me quejo del silencio de sus ordenadores portátiles”.
Con Carletto viaja despacio, sin buscar récords de velocidad, en un Fiat Multiplà, una medio furgoneta anchísima, tan ancha que entre conductor y copiloto cabía de todo, sobre todo lo fundamental, un cenicero gigantesco que rápidamente desborda de colillas aplastadas de Gauloises sin filtro y decenas de carcasas de CDs que no paran de sonar, algo de Adriano Celentano, que fue amigo de Carletto, y todo Paolo Conte. Un año, hace media docena, llegó sin Carletto, que había muerto de cáncer, y Gianni empezó a sentir que el futuro se aceleraba.
Por las tardes veía la etapa, y cuando terminaba esta convocaba a todos los viejos periodistas alrededor de su mesa: cada uno contaba los detalles que se le podían haber pasado a los otros, y todos tomaban nota. Y cada uno le interpretaba la etapa. Y nadie se iba hasta que Gianni, con toda la información que se le había proporcionado, explicaba que lectura de lo sucedido. Que por supuesto era la única posible, y la escribía con menos artificio que nadie. Terminado el Tour, él se iba de vacaciones a su casita en Ischia, la isla junto a Nápoles, a esperar que comenzara la Liga.
Eran los tiempos felices, y Senigallia era Senegal