Algo por decir

Messi hace todo aquello que ningún aficionado perdonaría a sus futbolistas pero convirtiéndolo en amenaza

Messi celebra su gol al Atlético.Getty

“¡Messi, qué malo eres!”, grita un aficionado del Atleti. No sé qué ha pasado sobre el terreno de juego porque cuando uno visita el Metropolitano por primera vez debe tomarse unos minutos en admirar su magnificencia. La reacción de sus compañeros en la grada no se hace esperar. “Cállate, no lo cabrees”, dice uno. “Ojalá Correa con la pierna mala de su abuela”, explota otro. Ríen todos, incluido el instigador del rifirrafe dialéctico que, por si acaso, añade algo más sin dejar que el argentino vuelva a entrar en juego: “Dejadme disfrutar mientras puedo, hostia”. De nuevo se echan a reír mientra...

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“¡Messi, qué malo eres!”, grita un aficionado del Atleti. No sé qué ha pasado sobre el terreno de juego porque cuando uno visita el Metropolitano por primera vez debe tomarse unos minutos en admirar su magnificencia. La reacción de sus compañeros en la grada no se hace esperar. “Cállate, no lo cabrees”, dice uno. “Ojalá Correa con la pierna mala de su abuela”, explota otro. Ríen todos, incluido el instigador del rifirrafe dialéctico que, por si acaso, añade algo más sin dejar que el argentino vuelva a entrar en juego: “Dejadme disfrutar mientras puedo, hostia”. De nuevo se echan a reír mientras el resto del estadio, que para entonces parece estar ya a otra cosa, se incendia porque Griezmann ha vuelto a contactar con la pelota.

Pasan los minutos y el equipo local aprieta mientras el argentino parece desentenderse del partido: camina, se para, pone los brazos en jarra, mira al suelo, escupe, otra vez se arranca a caminar... Messi hace todo aquello que ningún aficionado perdonaría a sus futbolistas pero convirtiéndolo en amenaza. Por eso sus andares de adolescente incomprendido son recibidos en la grada con evidente preocupación: parece que no está pero se le espera; todos saben que es el asesino que no sale en el plano, el que acecha a su víctima por la espalda mientras esta parece descubrir alguna pista importante. “Míralo, nos la va a liar”, dice uno de los tres amigos. “Yo llevo desde ayer rezándole a la lluvia”, dice el otro. Al descanso, la súplica del segundo parece surtir efecto y Messi, empapado en agua, se retira hacia los vestuarios confundiéndose entre sus compañeros, como si todos los demás se tomaran el paseillo de rigor como la única oportunidad de imitarlo. Incluso la mascota del equipo rojiblanco, un mapache de peluche con plumas de jefe indio, salta al campo con la parsimonia de quién se sabe el dueño del tiempo.

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De Messi se ha escrito tanto que uno ya no encuentra palabras que parezcan propias, originales. Es como si todo estuviese dicho mucho antes de su debut, cuando todo el mundo ensayaba su futuro papel aprovechando que por allí pasaba Maradona. Porque para admirar al Pelusa como se merecía también tuvimos que esperar a Messi. Porque nunca antes se le había ocurrido a nadie pensar que sin Diego no habría Leo, y eso es mucho decir incluso para el futbolista más idolatrado de la historia. No hay religión sin templo y el de Maradona debe ser contemplar a Messi jugando a ser el ídolo resucitado de Argentina.

Sigue cayendo la lluvia sobre el Metropolitano cuando se reanuda el partido. Los tres amigos regresan a sus asientos tras tomarse un merecido respiro, signifique esto lo que signifique. El balón se pasea ante la portería de Ter Stegen sin que nadie acierte a meterlo dentro, se sigue insultando a Griezmann, la gente quiere comerse a Mateu Lahoz por no expulsar a Piqué y Lemar ingresa en el partido provocando cierto desasosiego en la grada. Es entonces cuando el ex del Mónaco cruza un balón sobre el área del Barça sin mucha fe, buscando una incorporación de algún compañero por banda izquierda, y la jugada termina como anticipa uno de los tres amigos nada más ver volar el esférico: gol de Messi. “Lo sabía”, dice. Es el mismo que increpó al argentino con más pulmón que convicción en el minuto uno. “Si fuera mi hermano no odiaría tanto a mi madre”, remacha entre el silencio comprensivo de sus acompañantes: quince años estirando el idioma por su culpa y, sí, todavía quedaba algo por decir.

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