La grada del estadio de Vallecas rehúsa corear nombres propios: los jugadores van y vienen y es el colectivo (un todo mayor que la suma de las partes) el que está por encima. Pueden, eso sí, desgañitarse después de una derrota hasta que el equipo vuelve al césped y, entonces, lo aplauden por su entrega. Porque eso es lo que exigen los vallecanos, vecinos de un barrio del tamaño de Bilbao que presume de actuar como familia ante la adversidad. A sus futbolistas les piden que los representen, que sepan que al humilde nada le viene dado y que, por tanto, tienen la obligación de pelear hasta la extenuación; eso y que tengan orgullo para tratar de tú a tú a cualquiera, por grande que sea. El Rayo, el único club de barrio de LaLiga Santander, es, según la definición de sus acérrimos, sudor y pedigrí. El alma de Vallecas.
Los pasillos de la ciudad deportiva del Rayo Vallecano están empapelados con páginas de una publicación ya extinta llamada justamente así: El Rayo, alma de Vallecas. Cada artículo del muro da cuenta de las pequeñas heroicidades que durante casi un siglo trabajadores del barrio han hecho para, siendo apenas capaces de sobrevivir, ayudar al club, así fuera lavar las equipaciones de los futbolistas o donar su última peseta. Ellos y sus equivalentes contemporáneos siguen siendo los referentes de cada jugador que pase por el Rayo.
Cuando nació el portero de la primera plantilla Stole Dimitrievski, en la Navidad de 1993, su país acababa de independizarse de Yugoslavia. Hasta enero de este año no tenía un nombre definitivo: Macedonia del Norte. Dimitri, como lo conocen sus compañeros, estaba bajo palos durante el último partido de la primera vuelta, ante el Levante, tratando de dar indicaciones a su defensa para que se colocara. “Miré el marcador, corría el minuto 37 y la afición a mi espalda empezó a cantar. Cuando pitaron el final del primer tiempo no habían parado, diez minutos ininterrumpidos, ensordecedor, sin un respiro, ¿cómo pueden? Esa impresión me la guardo para siempre”. Dimitrievski creció en un barrio difícil de Kumanovo, la segunda mayor población de Macedonia tras Skopje. “Mi infancia allí me obligó a madurar. Al llegar a Vallecas me sentí completamente identificado: me gustan este lugar y esta gente, empeñados en progresar más allá de cualquier obstáculo, me devuelve a lo que viví. Estoy orgulloso”, asegura.
El periodista Quique Peinado (Vallecas, 1979) debe su existencia al Rayo Vallecano, literalmente. Sus padres se conocieron en un viaje de una peña rayista a un partido del equipo. En el trayecto en coche hasta la avenida de la Albufera y la calle del Payaso Fofó, emplazamiento del campo franjirrojo, Peinado va señalando lugares, ejerciendo de cicerone por unas calles que reconocería a ciegas. Apunta a varios bloques de edificios altos y cuenta que ahí estaba el descampado de La Rosilla, el que los medios denominaban “mayor supermercado de la droga de Europa” hace un par de décadas. “Rememorar mi adolescencia es pensar en yonkis que caminaban como zombies”, dice. Tanto el Pueblo de Vallecas, como él lo llama, como Puente de Vallecas, los dos distritos que componen el barrio, son hoy un lugar distinto, más próspero, aunque según datos del Ministerio de Hacienda la renta per cápita oscila entre los 17.500 y los 21.300 euros anuales, muy por debajo de la media de la capital, que es de 33.800 euros.
Las entrañas del estadio de Vallecas guardan las sedes de dos federaciones de disciplinas tan distintas como el boxeo y el ajedrez. Peinado, gran aficionado, entra en el gimnasio y se apoya en el ring. “El de ese póster es Petr Petrov, ruso vallecano”, dice presumiendo del púgil. Peinado define el sentimiento comunitario e identitario que aúna a todo Vallecas como “barrionalismo” y entiende que nadie representa sus valores como quien regenta ese gimnasio, Manolo del Río. Fue boxeador y luego entrenó a campeones como Urtain o Carrasco. A sus 86 años sigue abriendo todos los días de ocho de la mañana a diez de la noche y trabajando, sin cobrar desde que se jubiló, con todo el que quiera acudir. “Este hombre encarna el espíritu del barrio. El fútbol ha cambiado mucho, será muy difícil que se repitan hechos como que Movilla [centrocampista madrileño retirado] jugara su último partido con el Rayo con la inscripción ‘Orgullo de clase obrera’ en las botas. Pero incluso en estos tiempos el Rayo Vallecano puede ser adalid de unos principios con los que se identifica mucha gente. Ahora hay más rayistas de todas partes que nunca”, explica Peinado, que desea que su equipo represente en España lo que el St Pauli alemán, un club de Hamburgo conocido por su oposición a la violencia y el racismo.
“Este hombre se merece una estatua. Del Río saca a chicos con dificultades de la calle. El barrio está lleno de gente así de comprometida y ese ejemplo, constancia en el trabajo, honradez e implicación es lo que siempre he tratado de transmitir a las generaciones de jugadores con los que he compartido vestuario”, dice Jesús Diego Cota (Madrid, 1967), lateral derecho de 1985 a 2002, una leyenda de La Franja. Hasta hace poco regentó el restaurante del estadio en que comía con frecuencia el octogenario boxeador. “En época de mis abuelos el 70% del vecindario era de Extremadura. Ahora convivimos con gente llegada de Sudamérica y África y el barrio mantiene su mentalidad. Este es un lugar humilde y acogedor y, aquí, el que se esfuerza saca rendimiento. También en el club: por eso explotan talentos como Diego Costa, Saúl o Raúl de Tomás. Los que se involucran de veras salen del Rayo como triunfadores.”
El testigo de Cota, cuando colgó las botas, lo tomó en el primer equipo Miguel Ángel Sánchez (Vallecas, Madrid, 1975), Míchel. No faltaba a los partidos ni de niño. El club regalaba entradas en su colegio, el Raimundo Lullio, y él trataba de hacerse con alguna como fuera. Fanti Callejo, futbolista del Rayo, lo descubrió cuando jugaba en el parque y le dijo: “vente”. Con 17 años Camacho le hizo debutar ante el FC Barcelona. Míchel lo ha sido todo en el club, primero en el campo con su zurda y luego desde la banda como entrenador. Pero para los tenderos o cualquiera que se lo cruce por las calles del barrio es tan solo Miguel (con pronunciación llana). “No puede perderse la cercanía, la vinculación de Vallecas con el equipo, pero tampoco esa rebeldía que lleva a que en las fiestas de la patrona, la virgen del Carmen, se cante que Vallecas tiene puerto de mar. Es ese orgullo, el desafío de creer que valemos tanto como el que más, lo que nos lleva a competir sin bajar los brazos”, cuenta.
Isidoro Prieto, Isi, durante tres décadas utilero del Rayo Vallecano, va más lejos. “Madrid es un barrio de Vallecas”, dice riéndose con sorna. Cuenta que hace años acompañaba a Hugo Sánchez, que jugó en la temporada 93/94 con 35 años y era el último en salir siempre del vestuario, a tomarse unos pinchos morunos al bar Castilla. "Podíamos estar paseando o bebiendo una caña con Sánchez y hasta con Maradona y la gente se nos sumaba".
También recuerda José González Potele (Vallecas, Madrid, 1947), el mago, los piques en los entrenamientos que en sus tiempos de delantero estrella terminaban con el perdedor pagando una ración de berberechos para todos. Hablan con nostalgia pero sin dar por perdida esa esencia y lo que significaba: comunión, sentimiento de pertenencia. "Esto es un barrio obrero y aquí, antes y ahora, al que llega se le enseña que hay que currar. Ese espíritu es muy nuestro y no va a perderse", dice Isi. "En el Rayo, a falta de presupuesto, se miran las piernas de los que vienen", manifiesta Potele, que recuerda que el año que se ganaron el apodo de "matagigantes" por vencer a Madrid, Barça y Atlético corrían por las mañanas montaña arriba y abajo y entrenaban luego por la tarde.
Tal vez por eso, por esa conciencia de que por mucho que haya cambiado el fútbol ellos no podrán sino aferrarse a su moral de esfuerzo, la grada, cada vez que el Rayo gana, sintiéndose por una vez privilegiados, es cuando canta: "La vida pirata es la vida mejor, sin trabajar, sin estudiar, con la botella de ron".
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