Confesión

Cristiano lanza el penalti que valió La UndécimaStefan Wermuth (REUTERS)

Cuando era pequeño me confesaba habitualmente. Digo con un cura. Mi abuelo me llevaba a misa y Don Ramón, el sacerdote, hablaba de paz y de reconciliación, de amor por el prójimo, de la necesidad de tender puentes entre los vecinos (estábamos enfrentados por el alcantarillado), y de un mundo entregado a la fe en el que no tuviese sitio la violencia. Yo escuchaba atento en el primer banco de la iglesia mirando la estatua de San Ginés, el patrón de mi pueblo; un hombre representado en el templo con un cuchillo atravesándole el cuello. Mirándolo, era imposible no imaginar al cura diciendo: “Y aho...

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Cuando era pequeño me confesaba habitualmente. Digo con un cura. Mi abuelo me llevaba a misa y Don Ramón, el sacerdote, hablaba de paz y de reconciliación, de amor por el prójimo, de la necesidad de tender puentes entre los vecinos (estábamos enfrentados por el alcantarillado), y de un mundo entregado a la fe en el que no tuviese sitio la violencia. Yo escuchaba atento en el primer banco de la iglesia mirando la estatua de San Ginés, el patrón de mi pueblo; un hombre representado en el templo con un cuchillo atravesándole el cuello. Mirándolo, era imposible no imaginar al cura diciendo: “Y ahora, daos fraternalmente la maldita paz”.

Yo, como ahora, lo contaba todo, también a Dios. Un día, en medio de una larga y tortuosa confesión a mis nueve años, cuando aún era gaiteiro, el cura me preguntó alarmado cuál creía yo que era la idea del infierno. Estaba muy serio y yo por tanto le respondí muy aún más serio:

—Los penaltis de la final de la Copa de Europa. Con el Madrid.

Pasé las siguientes semanas rezando cosas en lenguas muertas, porque al parecer aquello no era el infierno según el Vaticano, siempre por modernizar, y empecé a abandonar la fe. Lo he dicho muchas veces: yo empecé a dejar de creer en Dios cuando me enteré, flipando, de que Dios no era del Madrid.

Salía de casa y me iba hacia la iglesia zumbando de la mano del abuelo. La iglesia tragaba a los niños del pueblo y escuchábamos con el corazón en un puño las lecciones atronadoras de don Ramón. Yo, claro, creía en Dios porque pensaba que Dios era del Madrid. Luego, cuando la hecatombe de los noventa, supe que Dios jugaba sin camiseta y me hice ateo. Mi alejamiento de la religión fue una cuestión futbolística. De lo único que tenía ganas cuando perdía el Madrid era de ir al confesionario a pedirle explicaciones al cura y hacerle pagar con padrenuestros las Ligas de Tenerife.

El infierno llegó muchos años después en Milán, en una final de la Copa de Europa y en los penaltis. Que el rival fuera el Atlético de Madrid y yo estuviese en el campo habría que atribuirlo a San Ginés el degollado. Por supuesto no los vi: para qué. Siempre he pensado que en el ascensor que lleva al diablo hay que ir como en el de la comunidad, hablando del tiempo. Me avisaron media hora después de que acabase el partido. Nunca me he terminado de enterar del todo. Y he vuelto un poquito a la fe, aunque no exactamente en Dios.

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