Mazurka polonesa

No es locura soñar despiertos cuando cuenta en sus filas con un cerebro omnisciente como Xavi, un genial Iniesta y un siempre providencial Casillas

Xavi golpea el balón ante Rakitic durante el partido Croacia-España.BARTLOMIEJ ZBOROWSKI (EFE)

No me gustan los triunfalismos ni el prolongado alarido que emiten esos locutores como si el balón les hubiera impactado en los testículos cuando cantan gol. Me repugnan los puños amenazadores y los gestos feroces de esos hinchas enardecidos de ojos desorbitados y rostros pintarrajeados que, como Woody Allen al escuchar a Wagner, parecen dispuestos a invadir Polonia. También me exaspera, por supuesto, la falsa modestia, esa hipócrita variante de la soberbia que, tan frecuentemente, se toma por virtud. Pero nada hay peor que la euforia exacerbada que, como el trapo rojo al toro, nos escamotea l...

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No me gustan los triunfalismos ni el prolongado alarido que emiten esos locutores como si el balón les hubiera impactado en los testículos cuando cantan gol. Me repugnan los puños amenazadores y los gestos feroces de esos hinchas enardecidos de ojos desorbitados y rostros pintarrajeados que, como Woody Allen al escuchar a Wagner, parecen dispuestos a invadir Polonia. También me exaspera, por supuesto, la falsa modestia, esa hipócrita variante de la soberbia que, tan frecuentemente, se toma por virtud. Pero nada hay peor que la euforia exacerbada que, como el trapo rojo al toro, nos escamotea la realidad de una Europa que no bebe de la misma Eurocopa en la que nosotros hemos depositado el honor.

Según el zurdo Schopenhauer, el honor depende de la opinión que los otros tienen de nosotros. Aunque la opinión de los otros, siendo pensamiento ajeno, no tenga valor en sí misma, diría Dívar. Salvo que los otros sean ellos. O sea, esa cohorte de corifeos de cuyos actos y pensamientos pagamos las consecuencias, incluidas las comidas con guardaespaldas del susodicho Dívar. Pretenden que el entusiasmo por La Roja encubra vergüenzas e incompetencias y nos haga olvidar las engañosas promesas con las que se encaramaron al poder los que nos gobiernan.

Ante los antaño fatídicos cuartos, no debemos olvidar que contra Croacia pudimos quedar justamente eliminados

Por cierto, no recuerdo en qué equipo jugaba Schopenhauer. Ni me importa a qué púlpito trepará ahora el beato Dívar tras descolgarse en marcha del más alto altar judicial. Desde que apareció ahorcado el banquero Calvi en el puente londinense de los Frailes Negros, no he vuelto a interesarme por los entresijos del Vaticano. Ni siquiera me estremezco cuando al club de fútbol de la ciudad en que nací se le permite, durante tres años consecutivos, no pagar a Hacienda ni a la Seguridad Social sin ingresar tampoco el IVA ni el IRPF. Me impresiona, eso sí, la comprensión de la que gozan determinadas entidades y distinguidos empresarios en contraste con el acoso y derribo a que está sometido el pequeño y mediano ciudadano. No obstante, remedando a Enrique IV de Francia y III de Navarra, cuando dijo lo de “París bien vale una misa”, podríamos decir, o aducir, que el fútbol en nuestro país bien vale una Bankia. Tiene derecho a pernada.

¿Acaso no merece la pena pagar por ver a Cristiano Ronaldo chuparse el dedo gordo o aplicar el dedo índice a su muslo tras culminar una de sus frenéticas galopadas con algún descomunal trallazo a la red o al palo? ¿Acaso no nos gratifica admirar los sofisticados pases de Benzema, intercalados entre insospechados resquicios de la defensa contraria, descubriéndonos esa fracción de espacio inexistente que solo los videntes se arriesgan a imaginar? ¿Cómo no quedar boquiabiertos ante el gol decisivo de un Jiracek o el no menos decisivo, de espaldas y de espuela, marcado al desgaire por Welbeck? ¿Y qué decir de La Roja? No es locura soñar despiertos cuando cuenta en sus filas con un cerebro omnisciente como Xavi, un genial Iniesta y un siempre providencial Casillas, por no citar a todos y cada uno de los componentes de la probablemente mejor selección de esta Eurocopa, incluido el sabio y cachazudo Del Bosque. Pero el rayo intruso que pospuso el inicio del Ucrania-Francia, al pasearse fulgurante por el Donbass Arena, no fue sino una oportuna advertencia.

Welbeck marca de tacón el tercer gol de Inglaterra ante Suecia.Alex Livesey (Getty Images)

Ese estadio significaría para los campeones del mundo la confrontación con una realidad para la que no parecían estar suficientemente mentalizados: no basta el talento técnico ni la posesión del balón sin la rapidez en la ejecución de las jugadas y el esfuerzo y sufrimiento que la competición requiere. Un sufrimiento que, dicho sea de paso, no ha hecho más que empezar. Ahora que entramos en los antaño fatídicos cuartos, no debemos olvidar que contra Croacia pudimos quedar justamente eliminados. Recordemos que una torpe falta de Arbeloa estuvo a punto de dar al traste con nuestras presunciones si, por enésima vez, un prodigioso Casillas no llega a enmendar el entuerto deteniendo el remate a bocajarro de Rakitic. Asimismo, demos gracias al cielo protector de la ciudad de Donetsk, bajo cuyo cegador influjo el árbitro Wolfgang Stark dejó de pitar los penaltis cometidos por Ramos sobre Mandzukic y por Busquets sobre Corluka.

Para terminar, tampoco estaría de más que La Roja volviera a enfundarse las camisetas del color que corresponde a su sobrenombre en lugar de camuflarse de azul PP. Por si nos recortan el rescate.

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