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Coordinado por Juan Carlos Galindo

‘A fuego lento’: así funciona el proceso creativo de Paula Hawkins

La autora de ‘La chica del tren’ ofrece en este artículo que EL PAÍS publica en exclusiva las claves que ha volcado en su nueva novela, a la venta el 1 de septiembre

La escritora Paula Hawkins.Phoebe Grigor

EL PAÍS presenta en exclusiva este texto de la autora de La chica del tren, con traducción de Aleix Montoto. En él, Hawkins (Harare, Zimbabue, 48 años) desgrana el germen de su nueva novela y reflexiona sobre los límites de la apropiación artística o cómo le influye lo que lee.

Al igual que las dos novelas que escribí antes de A fuego lento, esta surgió de un personaje. Y, al igual que esas dos novelas anteriores, desarrollar ese personaje y encontrar la historia adecuada ...

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EL PAÍS presenta en exclusiva este texto de la autora de La chica del tren, con traducción de Aleix Montoto. En él, Hawkins (Harare, Zimbabue, 48 años) desgrana el germen de su nueva novela y reflexiona sobre los límites de la apropiación artística o cómo le influye lo que lee.

Al igual que las dos novelas que escribí antes de A fuego lento, esta surgió de un personaje. Y, al igual que esas dos novelas anteriores, desarrollar ese personaje y encontrar la historia adecuada para él no ha sido un proceso del todo sencillo.

Comencé a trabajar en una nueva novela el otoño de 2017, después de la gira promocional de Escrito en el agua. En marzo del año siguiente, había reescrito las 30.000 palabras iniciales unas tres veces y seguían sin convencerme, de modo que abandoné la novela. Sin tener muy claro qué haría a continuación, comencé a trabajar en un cuento en el que se narraba el encuentro casual entre una joven cuya vida está en crisis y una mujer mucho mayor que ha perdido recientemente a su marido. Tampoco llegué a completarlo nunca, pero durante el proceso de escritura del mismo descubrí dos personajes maravillosos: Laura, una joven que ha sufrido terribles reveses en su vida y que a duras penas se las arregla para lidiar con una existencia caótica, e Irene, una anciana solitaria. Con el tiempo, la amistad que nacía a partir del encuentro casual entre estos dos personajes se convertiría en uno de los elementos centrales de A fuego lento.

Cuando encontré a estos personajes, no estaba del todo segura del tipo de historia en la que encajarían, pero sí sabía, sin embargo, que Laura debía tener un papel fundamental en la historia que escribiera a continuación, fuera la que fuera. Al igual que Rachel de La chica del tren, un personaje al que me referí únicamente como La Borracha durante los años en que existió únicamente en mi imaginación, sabía que Laura era un personaje que quería explorar más e —imaginaba— sería asimismo el tipo de personaje con el que los lectores empatizarían y al que querrían seguir y apoyar.

Alrededor de Laura construí una red de personajes, todos los cuales rebaten, a su manera, la idea de que existe gente buena y mala. Todos han sufrido de algún modo, todos han tenido que asumir tragedias y pérdidas. Algunos lo han incorporado en sus vidas, y el dolor que sienten forma tal parte de ellos mismos, que apenas son conscientes de ello. Al desarrollar la historia, uno de los temas centrales que fue tomando cuerpo fue el de cómo nuestra carga emocional (que puede deberse a una tragedia o a una pérdida, pero también al orgullo, la culpa o incluso el amor) puede dañarnos.

No sé si es cosa solo mía, pero, cuando paseo, suelo buscar sitios que podrían ser buenas opciones si uno quisiera deshacerse de un cadáver

Lo que descubrí fue que mis personajes podían llevarme en muchas direcciones distintas, una situación sin duda excitante como escritora, pero también abrumadora. Tuve que averiguar hasta dónde podían llegar cada uno de estos personajes si se les presentaba la ocasión adecuada. ¿Estarían dispuestas Miriam, Laura o Carla a arremeter con lo que fuera para reparar un daño del pasado? Desde este punto de partida comencé a construir la trama de la novela, dejando intencionadamente que los personajes que formaban su elenco colisionaran de un modo que fuera, al mismo tiempo, traumático y sanador: una costumbre que, como novelista, se ha convertido para mí al mismo tiempo en un tema y en una estrategia.

Localizaciones

La novela está ambientada en Londres y las localizaciones que aparecen están inspiradas en lugares cercanos a mi casa. A principios de 2018, cuando comencé a escribir la novela, solía pasar muchas mañanas paseando por el Regent’s Canal, observando a la gente y las barcazas. No sé si es cosa solo mía, pero, cuando paseo, suelo buscar sitios que podrían ser buenas opciones si uno quisiera deshacerse de un cadáver, y entonces reparé en que, si bien la mayoría de las barcazas reconvertidas en viviendas que hay en el canal están maravillosamente mantenidas y está claro que reciben muchos cuidados, otras parecen haber sido abandonadas e incluso hay algunas parcialmente sumergidas; y caí asimismo en la cuenta de que, si a alguien se le ocurriera esconder un cadáver en una de estas, podrían pasar días o incluso semanas, sin que nadie lo descubriera…

Lo que sucede en la novela es muy distinto, claro está, pero siempre tuve claro que habría un cadáver en una barcaza, y parecía pertinente que el resto de la acción tuviera lugar en las calles y las plazas que rodean el canal en esa zona de Londres, cuya historia resulta ser, además, muy rica y singular.

Al sur del canal se encuentra Clerkenwell, la zona en la que viven Irene y Laura (¡y yo!). Se trata del distrito residencial y de negocios más antiguo de la ciudad, y en el pasado fue hogar de varias instituciones religiosas, entre ellas, un monasterio de la Orden de San Juan de Jerusalén y un convento agustino dedicado a Santa María. Más adelante, sin embargo, desarrolló una reputación sórdida como zona frecuentada por ladrones y mujeres de mala vida. En el siglo XIX, estaba considerada la zona con la tasa de asesinatos más alta de Londres.

Hoy en día, Clerkenwell está extremadamente gentrificado y sus calles las ocupan tiendas de diseño y algunos de los mejores restaurantes de la ciudad, aunque sigue siendo un lugar con una población muy heterogénea. Es una de las muchas zonas de Londres en las que gente adinerada vive al lado de otros sin tantos recursos, y en la que los privilegiados se codean a diario con aquellos menos afortunados. Vivimos en una sociedad profundamente desigual que lo es cada vez más: no es difícil imaginar lo enfurecedor que puede resultar esto para personas que se encuentran en circunstancias difíciles y que se sienten impotentes porque no logran cambiar su destino; personas como Miriam o Laura.

También resulta evidente la paradójica soledad en la viven que muchos vecinos de esa zona superpoblada del centro de Londres. Una tarde, mi pareja y yo regresábamos a casa después de haber ido al cine cuando, en la callejuela de Hayward’s Place, vimos a una anciana de pie ante la puerta de su casa. Estaba mirando a un lado y otro con una expresión de inquietud en el rostro, como si estuviera buscando a alguien. Al acercarnos, la anciana le preguntó a mi pareja si podía entrar en su casa y cambiarle una bombilla, cosa que él hizo. Ella se lo agradeció y nosotros seguimos nuestro camino, pero yo me quedé muy impresionada por la soledad que evidenciaba la escena que acabábamos de vivir: el hecho de que una persona tuviera que esperar pacientemente en la calle hasta encontrar a alguien que pudiera ayudarla.

La pandemia

Para cuando llegó la pandemia, ya había escrito y reescrito la novela más de una vez. Afortunadamente, había encontrado al fin el modo adecuado de contar la historia, había resuelto la mayoría de los problemas y también sabía dónde tendrían lugar todos los giros: lo único que tenía que hacer, entonces, era escribirlo todo. La llegada del confinamiento, pues, no fue exactamente una bendición, pero tampoco fue un castigo. Como a todo el mundo, la situación me inquietaba y asustaba. En particular estaba preocupada por mi familia, que vive a miles de kilómetros y a quienes no sabía cuándo podría visitar (y sigo sin saberlo). Pero como estaba obligada a permanecer en casa, pues no se podía viajar ni socializar, y no tengo niños a los que dar clases, pocas cosas podía hacer salvo escribir. Escribir, ir a pasear o correr, leer, cocinar, ver la televisión, escribir un poco más… y leer.

Lecturas

Algunos escritores procuran no leer obras de ficción cuando escriben. En mi caso, yo procuro no leer nada que tenga alguna similitud con la obra que esté escribiendo, y suelo evitar las novelas policíacas por miedo a que las tramas de otros me influyan, pero no puedo no leer. Leer es para mí una fuente de inspiración y un recordatorio constante de por qué quiero hacer esto. Leer la obra de escritores a los que admiro es esencial, especialmente cuando el proceso de escritura se vuelve difícil o desalentador. Teniendo eso en cuenta, he elaborado una lista con algunos de los libros que leí (o releí) mientras escribía A fuego lento.

Algunos de estos títulos, de hecho, han terminado apareciendo en la novela misma…

- All My Puny Sorrows (2014) y Ellas hablan (2018; Sexto Piso, 2020), de Miriam Toews Sunburn (2018)

- De Laura Lippman How it All Began (2011), de Penelope Lively Desoriental (2016; Malpaso Ediciones, 2017),

- De Negar Djavadi Everything Here Is Beautiful (2018), de Mira T. Lee La maldición de Hill House (1959; Editorial Minúscula, 2019), de Shirley Jackson Muro fantasma (2018; Sexto Piso, 2020), de Sarah Moss Un juicio de piedra (1977; Mundo Actual de Ediciones, 1982), de Ruth Rendell El largo río de las almas (2020; Alianza Editorial, 2020), de Liz Moore La mala semilla (1954; Alianza Editorial, 2017), de William March The Language of Birds (2019), de Jill Dawson Blow Your House Down (1984), de Pat Barker Cielo interminable (2019; Alianza Editorial, 2021), de Kate Atkinson El cartero siempre llama dos veces (1934; RBA Bolsillo, 2021), de James M. Cain The Diver’s Clothes Lie Empty (2015), de Vendela Vida La dependienta (2016; Duomo Ediciones, 2019), de Sayaka Murata En carne viva (1995; Ediciones B, 2000), de Susanna Moore The Weekend (2019), de Charlotte Wood The Bass Rock (2020), de Evie Wyld La actriz (2020; Seix Barral, 2021), de Anne Enright

Ideas e influencias

Si bien leo mucho cuando estoy escribiendo, comprendo por qué otros escritores no lo hacen: temen adoptar —incluso involuntariamente— una idea, una voz o un elemento de una trama pertenecientes a otro libro. En mi caso, cuando leo quiero que me influencien las obras de Penelope Lively y Anne Enright, quiero que me inspiren sus palabras y su poderosa inteligencia, quiero que activen mi mente de tal modo que, cuando me siente a escribir, me encuentre en el estado más creativo posible.

Aquello que un escritor puede o tiene derecho a coger y transformar en arte es una de las preguntas centrales de A fuego lento. Yo tomo cosas prestadas de mi vida y de la de aquellos que me rodean continuamente: lo que le sucede a Laura de pequeña es una versión —considerablemente alterada— de algo que le pasó a una amiga de una amiga de una amiga; en cuanto a lo que sufre Miriam, está inspirado en una historia que leí en un periódico años atrás.

Aquello que un escritor puede o tiene derecho a coger y transformar en arte es una de las preguntas centrales de A fuego lento

¿Por qué tenemos derecho a coger cosas de la vida pero no del arte? ¿Es así? ¿Hay algún límite? Tengo una respuesta parcial a esa pregunta, que, convenientemente, he tomado prestada de otra escritora. En un artículo reciente, Nicole Krauss escribió sobre el origen de muchos personajes novelescos: “Sus cadáveres son arrastrados hasta nuestras orillas, nadie sabe de dónde han llegado ni por qué lo han hecho, y, con el paso de los años, intentamos resucitarlos”. Tanto si se trata de reanimación como de transformación, lo que el escritor debe hacer es crear algo nuevo.

Finales

Y, tras crear algo nuevo, hay que encontrar un final adecuado para esa creación. A mí el principio siempre me ha resultado la parte más fácil y feliz de escribir. A esta le siguen una complicada sección media y luego el final, siempre peliagudo: terminar la historia de una forma tal que resulte genuina pero no demasiado sombría, y resolver el misterio de un modo que resulte tanto sorprendente como satisfactorio, además de creíble. También hay otras consideraciones: ¿reciben los personajes lo que merecen? ¿Deberían hacerlo? Y, todavía más importante, ¿obtiene el lector lo que merece?

Lo que el escritor le debe al lector es otra cuestión demasiado espinosa para contestar en unos pocos cientos (o miles) de palabras, pero hay algunas reglas básicas en las que todos podemos estar de acuerdo. Si, por ejemplo, un lector comienza a leer una novela que le han vendido como una comedia romántica, es razonable que cuente con que los protagonistas no mueran de forma trágica al final del libro. A veces, un escritor puede salirse con la suya y romper dicha regla (estoy pensando en ti, David Nicholls), pero, si lo hace, debe ofrecer una muy buena razón para ello y ser capaz de demostrar que la novela es mucho más rica y gratificante gracias a esa transgresión.

Asimismo, en las novelas policíacas, el lector puede contar con, como poco, terminar averiguando quién es el culpable. Que se resuelva el misterio. Y, añadiría, debería esperar igualmente que se le hayan ofrecido las suficientes pistas para que, si presta la debida atención, pueda resolverlo por sí mismo. Ahora bien, en el caso de las novelas policíacas, sucede lo mismo que con las comedias románticas: hay excepciones (ahora estoy pienso en ti, Tana French). Además, si bien creo que el misterio principal debe resolverse, eso no significa que también deban hacerlo todas las cuestiones planteadas en la novela. De hecho, yo prefiero dejar cierto espacio para la duda y la ambigüedad y permitir que el lector pueda hacer sus propias elucubraciones al respecto. No podemos conocer la respuesta a todos los misterios, algunos crímenes nunca se resuelven y algunos villanos jamás reciben castigo. Así es la vida.

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