SILLÓN DE OREJAS

Clasificando el mundo

Las listas enseñan mucho sobre el tiempo en que se hacen y sobre quienes las elaboran

Émile Zola, retratado por Manet en 1868. Museo D'Orsay de París.

Siempre me han gustado las listas. Antes de que el añorado Umberto Eco, uno de los más renovadores intelectuales públicos del periodo entre milenios, me proporcionara (en El vértigo de las listas; Lumen, 2009) argumentos histórico-sociológicos e iconográficos para sustentar esa querencia, las listas han formado parte de mi educación: desde el “catálogo” de las naves aqueas de la Ilíada (canto II) o el elenco de descendientes de Noé ...

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1. Películas

Siempre me han gustado las listas. Antes de que el añorado Umberto Eco, uno de los más renovadores intelectuales públicos del periodo entre milenios, me proporcionara (en El vértigo de las listas; Lumen, 2009) argumentos histórico-sociológicos e iconográficos para sustentar esa querencia, las listas han formado parte de mi educación: desde el “catálogo” de las naves aqueas de la Ilíada (canto II) o el elenco de descendientes de Noé (Génesis: 10) hasta la nómina de personajes de La comedia humana o las navideñas propuestas de “los mejores libros del año”, las listas siempre me han enseñado —y mucho— sobre el tiempo en que se hacen y sobre quienes las elaboran. Algunos las desprecian precisamente por eso, por su nada fiable temporalidad y por su apestoso subjetivismo, olvidando precisamente que su valor reside en lo que nos dicen sobre el Zeitgeist en que fueron concebidas. Poniéndome estupendo podría afirmar que, si las tomamos en conjunto, la reunión de todas las listas que en el mundo han sido (desde las enumeraciones dinásticas de las tablillas sumerias hasta los ingredientes de una receta de Arguiñano, pasando por los Diez Mandamientos o la nunca acabada nómina de asesinados en las cunetas españolas durante la Guerra Civil y su larguísima cuarentena) es un intento fracasado de poner límites al infinito, de competir con Dios, de decirle a la cara “sí se puede”.

Por supuesto, las listas no tienen la misma jerarquía ni el mismo valor. Y, sobre todo, son efímeras y, lo que aún resulta más interesante, acusadoramente generacionales: me sorprende enterarme de los libros malísimos que gustaron a algunos grandes escritores que admiro o, por centrarme en lo que hoy me importa, ¿se acuerdan de cuando El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) o Ciudadano Kane (Welles, 1941) encabezaban obligadamente la relación de las mejores películas de la historia elaborada por prestigiosos críticos e historiadores del cine? Esa pasión por las listas es lo que me ha llevado a adquirir una revista de cine que me prometía a gritos desde su portada la nómina de “las 300 mejores películas de la historia”. Examinándola cuidadosamente volví a tener esa sensación —ahora deprimente— de temporalidad (de que todo —también yo— tiene los días contados), agravada por el hecho de que muchas de las películas “nominadas” han sido programadas en las últimas semanas en distintos canales o plataformas: temporalidad sobre temporalidad (incluyendo la obligada cuota de género). Los críticos convocados en esta ocasión decidieron que el número uno del palmarés —la mejor peli de la historia— se lo lleve Pulp Fiction (Tarantino, 1994); a la mayoría de los cinéfilos de mi generación quizás les chirríe más que Mulholland Drive (Lynch, 2001) aparezca antes que Psicosis (Hitchcock, 1960); o que Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) esté por delante de, por ejemplo, Al final de la escapada (Godard, 1960), Cuentos de Tokio (Ozu, 1953) o Annie Hall (Woody Allen, 1972); o que los críticos que votaron tengan más aprecio a El guateque (Edwards, 1968) que a El manantial de la doncella (Bergman, 1960), El piano (Campion, 1993) o Cautivos del mal (Minnelli, 1952).

Ya ven, todos envejecemos, salvo, quizás, el cine, que siempre acaba encontrando su público. A propósito de Woody Allen, citado más arriba, y de su transformación mediática de ser el respetable Dr. Jekyll al aborrecible Mister Hyde, les recomiendo, como complemento eficaz a su autobiografía A propósito de nada (Alianza), el provocador ensayo de Edu Galán (sí, el de Mongolia) El síndrome Woody Allen (Debate). Y no dejen de ir al cine, porfa.

2. Pelas, tela, lana

El adulterio y el dinero son dos de los grandes temas sobre los que gravita la gran novela realista del siglo XIX, la del apogeo de la burguesía. De esos dos asuntos, el primero se ha quedado un poco obsoleto: quien más quien menos, hoy casi todo el mundo se la pega o se la ha pegado a su pareja; el adulterio ha perdido su pecaminoso nombre, que ya no se escucha salvo desde los púlpitos más rancios y cuando se cita la primera carta a los Corintios. Eugenia Grandet, Grandeza y decadencia de César Birotteau o Las ilusiones perdidas, que además trata del comercio del libro, son algunas de las obras maestras de Balzac en las que el dinero cobra particular importancia. Y lo mismo en Galdós (Lo prohibido), en Flaubert (Madame Bovary es puro sexo y dinero) o, claro, en Zola (El dinero). Un asunto que, al contrario que el adulterio, sigue vivo en la novela más actual: esperen para comprobarlo a la próxima publicación de Las maravillas (Anagrama), primera ­novela de Elena Medel, una historia de mujeres en la que el dinero, y sobre todo su carencia, impregna toda la narración. Mientras tanto les recomiendo Literatura y dinero, un estupendo y muy breve ensayo de Émile Zola, que acaba de publicar en Trama el polifacético Manuel Ortuño con un prólogo muy suyo de Constantino Bértolo en el que se nos recuerda, entre otros marxismos muy pertinentes, que el escritor, al contrario que la mayoría de trabajadores, no vende directamente su fuerza de trabajo, sino su producto: sus textos.

3. Confidencia

Miren: llámenme derrotista, pero me acongoja nuestra “situación” (ya estamos cerca del medio millón de contagios en España) y lo que dura. Ni siquiera me consuela leer el poema ‘Chau pesimismo’ de Mario Benedetti (en la Antología poética seleccionada por Joan Manuel Serrat; Alfaguara) en el que dice adiós a ese estado: “Claro que voy a despedirte / no sé por qué no lo hice antes / será porque tenés tu propio método / de hacerte necesario / y a uno lo deja triste tu tristeza / amargo tu amargura / alarmista tu alarma”. Ahí me duele.

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