(Des)contando el horror

Martín Kohan, uno de los más sobresalientes novelistas actuales, cuenta con la distancia del cronista algunos episodios de una de las épocas más oscuras de Argentina

Saludo entre los dictadores de Argentina, Jorge Rafael Videla (izquierda), y Chile, Augusto Pinochet.Keystone / Getty Images

¿Cómo hacer patente el horror sin describirlo, sin desacreditarlo o emborronarlo mediante reconfortantes sentimientos o juicios morales cargados de razón? ¿Cómo escapar a la estridencia del espanto, al consenso moral que su existencia, sus víctimas y su imaginería provocan? Martín Kohan (1967), uno de los más sobresalientes novelistas argentinos actuales —lo que también lo sitúa entre los más destacados de la lengua común—, lo logra en ...

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1. Confesiones

¿Cómo hacer patente el horror sin describirlo, sin desacreditarlo o emborronarlo mediante reconfortantes sentimientos o juicios morales cargados de razón? ¿Cómo escapar a la estridencia del espanto, al consenso moral que su existencia, sus víctimas y su imaginería provocan? Martín Kohan (1967), uno de los más sobresalientes novelistas argentinos actuales —lo que también lo sitúa entre los más destacados de la lengua común—, lo logra en Confesión (Anagrama) dotando a su prosa, cada vez más ajustada y precisa, de una distancia de cronista (falsamente) ajeno a lo que cuenta: el horror está ahí, agazapado (y sobreentendido) en la banalidad de los recuerdos perturbados (pero no siempre) de la abuela del narrador, en los silencios que se instalan como mojones de significación en el desgranar de sus recuerdos mientras habla o juega a las cartas con su nieto.

Las tres historias contextualizadas en otros tantos espacios (‘Mercedes’, ‘Aero­parque’ y ‘Plaza Mayor’) que componen y conforman la novela son otras tantas confesiones. Las dos más explícitas son la primera y la última; en ‘Mercedes’, una anciana refiere a su nieto la extrañeza de su despertar erótico (a los 12 años), inducido por su callado enamoramiento del joven (16 años) cadete Jorge Rafael Videla, una situación que provocaba “remolinos” en su cuerpo produciendo zozobras y alivios de los que daba reiterada cuenta a su confesor. El futuro (pero en absoluto único) artífice del sangriento Proceso de Reorganización Nacional (1976-1984), que santificó el terrorismo de Estado y sumió a la doliente Argentina en una de las dictaduras más asesinas de la segunda mitad del siglo pasado, se nos muestra únicamente desde el recuerdo tardío y fragmentario de una adolescente en celo.

En ‘Plaza Mayor’ los recuerdos de la misma anciana, ahora nonagenaria y con desajustes cognitivos, con la que su nieto juega a las cartas en la residencia de ancianos, revisten también la forma de una confesión, pero menos ingenua y más apoyada en culposos silencios de momentos familiares torpemente borrados. Entre esas dos confesiones transcurre —verdadero centro de esta estupenda novela— la crónica del (fracasado) atentado terrorista (llevado a cabo por militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo) contra Videla en el Aeroparque de Buenos Aires (18 de febrero de 1977), que también puede leerse como otra confesión: la de la derrota de los revolucionarios y la del relativo olvido de su gesta.

La crónica —porque eso quiere parecer—, impersonal y alérgica al sentimentalismo de la preparación del atentado, con los militantes del comando Benito Urteaga aprovechando —­como auténticos viejos topos— los antiguos cauces de la red de riachuelos subterráneos de la ciudad para transportar su carga justiciera y depositarla bajo la pista de despegue, denota la preocupación de Kohan por los tiempos narrativos; algo que ya estaba presente en otras dos novelas muy recomendables del autor que suponen otras tantas miradas oblicuas a la intrahistoria de la dictadura argentina: Dos veces junio (Sudamericana, 2002), cuya trama transcurre enmarcada por las dos derrotas (las de la selección argentina contra Italia en los Mundiales de 1978 y 1982), y Museo de la revolución, publicada por Mondadori Argentina en 2006, cuando ya se había completado en lo esencial el proceso de desnacionalización del sector editorial argentino y su hueco había sido ocupado por los grandes grupos españoles.

2. Ultraortodoxos

No todos los libros que envío al cajón de desechables lo hacen de la misma manera, ni con pareja intensidad. Abundan los que hasta allí vuelan desde mi irritación, mi rabia o mi desprecio (siempre matizado: cualquier libro contiene el esfuerzo de quien lo escribió): esos lo hacen de forma perentoria, inapelable, se acabó, ahí te pudras, no quiero saber más de ti. Con otros el impulso que los hace volar desde mi sillón de orejas a la caja de cartón es más pausado, rítmico, casi con la cadencia que emplearía un director de orquesta empeñado en transmitir el tempo del Adagio de Espartaco y Frigia, del ballet Espartaco (Aram Jachaturián, 1956). Su viaje corresponde a libros que ni fu ni fa, obras que en mi opinión (siempre sesgada) resultan prescindibles, redundantes por uno u otro motivo y no merecen encontrar un hueco en las sobrecargadas estanterías de mi biblioteca.

En el caso de Unorthodox (Lumen), las memorias de Deborah Feldman (subtituladas en el original El escandaloso rechazo de mis raíces jasídicas), imprimí al volumen una elegante parábola hasta que se depositó sin estruendo en el contenedor de desechables. No le faltan méritos, sin embargo: las penalidades de una joven rebelde educada en la estricta observancia de la comunidad ultraortodoxa de los satmar, una secta judía de origen húngaro fundada a principios del siglo XX por el rabino Joel Teitelbaum y establecida en Williamsburg, Brooklyn, después de la II Guerra Mundial, es una historia de superación (“inspiradora”, se diría en la repipi taxonomía editorial) repleta de didácticas revelaciones acerca de qué piensan y cómo viven (y obligan a vivir) sus miembros.

El libro, cuya publicación en España coincide con el éxito obtenido por la serie de Netflix en él inspirada, explota sabiamente el “exotismo” (fanático) de su liturgia, sus costumbres y sus normas morales (las mujeres son, como siempre, las principales víctimas), al tiempo que excita nuestra bien pensante compasión ante el sufrimiento de la joven que se revuelve contra el insoportable peso de la (ultra)ortodoxia. No tiene pretensiones literarias, se lee bien (y tiene la ventaja de que uno puede saltarse párrafos sin perderse nada importante) y, sobre todo, resulta ideal para reuniones posconfinamiento en torno a un té sin mascarilla, o para reanudados grupos de lectura deseosos de reencontrar el sentido de comunidad. Si ya han visto la serie netflixera (bastante más interesante y con más ritmo e intriga), no pierdan el tiempo. Y ya saben por qué no me ha interesado guardar este libro.

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