Esplendor en la hierba

El Festival de Glyndebourne abre su teatro y sus praderas al rito del hedonismo operístico

Ni el esmoquin, ni los trajes largos ni las cestas de mimbre en el regazo distraen la mirada de los pasajeros convencionales en la estación Victoria. Londres es una ciudad inmunizada al desfile de las tribus urbanas. Y el ajetreo laboral en hora punta relativiza la sorpresa que proporcionan los melómanos con billete hacia Lewes. Ni siquiera cuando descorchan a bordo una botella de champán, rito iniciático y orgásmico de la liturgia que van a concederse en el ejido y el teatro de la familia Christie.

Es el destino de Glyndebourne, sobrenombre d...

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Ni el esmoquin, ni los trajes largos ni las cestas de mimbre en el regazo distraen la mirada de los pasajeros convencionales en la estación Victoria. Londres es una ciudad inmunizada al desfile de las tribus urbanas. Y el ajetreo laboral en hora punta relativiza la sorpresa que proporcionan los melómanos con billete hacia Lewes. Ni siquiera cuando descorchan a bordo una botella de champán, rito iniciático y orgásmico de la liturgia que van a concederse en el ejido y el teatro de la familia Christie.

Es el destino de Glyndebourne, sobrenombre de una mansión de ladrillo y de piedra en la campiña de Sussex, al sur de Inglaterra, que ha engendrado con el tiempo –84 años ya– uno de los mayores festivales internacionales de ópera. No solo por la imponente propuesta musical, también por su idiosincrasia y sus hábitos ceremoniales.

Ninguno tan elemental o sofisticado como el pícnic del entreacto. Las praderas de hierba mullida que rodean la mansión predisponen al abandono y a la expansión de los melámanos, que despliegan sus manteles y sus cestas en una coreografía accidental. Y que acatan el espacio de las ovejas, igual que las ovejas respetan amaestradas las tertulias del atardecer. Les atrae poco el vino y menos aún el rosbif. Incluso balan con sigilo, como sigilosamente hablan los comensales. Cualquier exceso desluciría el éxtasis sensorial de la escena, que podría haberla pintado Hogarth en su estilizado costumbrismo. O haberla escrito E. M. Forster en su bestiario de porcelana.

De porcelana es la vajilla de Stoke que exhuman algunos melómanos. Y de hilo son los manteles que recubren las precarias mesas de la acampada, pero urge anticipar que el Festival de Glyndebourne, inaugurado el pasado sábado y abierto hasta finales de agosto, sobrepasa el prosaico conflicto de la discriminación social. Y lo hace desde la observación de una norma no escrita que se acata con idéntica fidelidad al esmoquin y al vestido largo: el mayordomo se queda en el aparcamiento, igual que les sucede a los otros efectivos del servicio.

No es un problema para la mayoría de los espectadores porque la mayoría de los espectadores carece de mayordomo, pero el criterio impide la desmesura de la competición social en las praderas. Y exige a los sujetos adinerados exponerse al cargamento de sillas, mesas e intendencia de pícnic, acaso incorporando a su experiencia un cierto exotismo, una tregua a la jerarquía de las castas.

Semejante principio no contradice la exclusividad que pueda aportar cada cual al menú de la merienda-cena, pero implica ciertas obligaciones. Como encontrar el mejor sitio para acampar. Que puede ser la sombra de una escultórica matrona de Henry Moore. O que puede ser el estanque de los nenúfares a la espera de Monet. Y que no puede ser el campo de críquet, aunque la familia Christie no haya opuesto restricción a los aficionados. Por eso hay quienes se traen en el maletero los avíos. Y los que aprovechan el entreacto para disputarse un partido sin despojarse del esmoquin.

¿Quién o cuál es la familia Christie? Más que en la generación contemporánea, interesa reparar en Audrey Mildmay, discreta y hermosa soprano de la que se enamoró el empresario John Christie en los años treinta y a quien regaló de bodas un viaje por los grandes festivales europeos. Tanto les impresionaron los de Salzburgo y Bayreuth, que emprendieron ambos por imitación una modesta iniciativa doméstica. O no tan modesta, porque atrajeron al maestro Fritz Busch, cuya máscara mortuoria incita a la devoción de un santo pagano en uno de los altares del teatro moderno.

Moderno quiere decir que se construyó en 1994 como solución al feliz problema en que se había convertido Glyndebourne de tanto ajetreo melómano. No vivieron para conocerlo ni John ni Audrey, pero las fotos de ambos reconocen el impulso embrionario en la biblioteca familiar, que puede visitarse con el pudor de un sacerdote en casa ajena. Y que impresiona no ya por los lienzos del settecento o por los anaqueles repletos de incunables, sino por el órgano eclesiástico de tubos que John Christie hizo construir en 1920, predisponiendo sin saberlo la alegoría del flautista de Hamelin.

Pues llegan los melómanos en peregrinación como si Glyndebourne fuera un hospital de almas. Y lo hacen en coche, apurando los meandros de asfalto con el antídoto de una biodramina. O lo hacen en tren, tuteándose con la vista a bordo de los vagones como si fueran los cómplices de una secta. E identificados todos ellos en la muesca de una corchea con la que el revisor va señalando los billetes y deseando una feliz velada.

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