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La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro
Columna

Rosendo somos todos

El músico, que ha anunciado su retirada, ha radiografiado a la sociedad española con ojo combativo e ingenioso

Rosendo, en 2008.ÁLVARO GARCÍA

Pocas experiencias más inolvidables en un concierto que el día que oí a toda una sala llamar “feo” al cantante. Era un grito a pulmón abierto, con brío, cantado al unísono por cientos de personas. El susodicho sonreía con mueca cómplice y soltó una de las suyas: “Muy agradecido, señorías”. Era Rosendo Mercado.

Rosendo solo hay uno. Un músico hecho a sí mismo, un ejemplo de independencia y actitud en este mundo de la música española donde, como norma, pred...

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Pocas experiencias más inolvidables en un concierto que el día que oí a toda una sala llamar “feo” al cantante. Era un grito a pulmón abierto, con brío, cantado al unísono por cientos de personas. El susodicho sonreía con mueca cómplice y soltó una de las suyas: “Muy agradecido, señorías”. Era Rosendo Mercado.

Rosendo solo hay uno. Un músico hecho a sí mismo, un ejemplo de independencia y actitud en este mundo de la música española donde, como norma, predominan los intereses comerciales, el postureo y las ganas de ser famoso. En el caso de Rosendo, nada ha importado más en su carrera que su fidelidad a su visión crítica y sarcástica de la realidad y, por consiguiente, a su público, formado principalmente por rockeros de vieja guardia criados bajo el credo de unos buenos guitarrazos eléctricos.

Esta semana comenzó con la noticia de que Rosendo prepara una gira de despedida, aunque, a decir verdad, la retirada definitiva quedaba suspendida en el aire, esperando a ver cómo avanza la salud de este músico de 64 años. Según anunció su promotora a través de un comunicado, se tomará “un respiro en un camino que no conoce el punto y aparte y queda en puntos suspensivos”. El texto no concreta nada, aunque la gira se llamará Mi tiempo, señorías... y anticipa el adiós. Todo con un fin, como proseguía el comunicado: “Ni quemarse ni desvanecerse, dejarlo en lo más alto”. En definitiva, saber retirarse a tiempo. Tal vez, algo parecido a lo que ha hecho Miguel Ríos, el otro abuelo del rock en España: retirarse de las largas giras y hacer apariciones públicas para conciertos concretos, propuestas distintas, actuaciones solidarias…

Es difícil imaginarse un mundo sin Rosendo sobre un escenario. Al menos, se me hace difícil imaginarme mi mundo. Es como una pequeña certeza, sabiendo que siempre está ahí. No sé a cuántos conciertos he asistido de Rosendo, pero sí sé que durante una época de mi vida, en ese extraño y vitamínico tránsito entre la adolescencia y lo que fuera que estaba por venir, ir a verle era como reafirmarse ante un mundo incomprensible. Rosendo era mi parque con mi pandilla, mis ganas locas de incordiar a los que te decían cómo tenías que sentarte cuando nunca querías estar sentado. Ahora sé que escribir a lápiz las letras de las canciones de Rosendo en los pupitres fue el mejor legado que dejé en la Facultad de Ciencias de la Información. Como creo que por entonces pocas veces me expliqué mejor que con una de sus canciones cuando en mi primer trabajo remunerado el jefe decidió unilateralmente que no me pagaba la miseria que tenía que pagarme y encima decidió no darme explicaciones ni cogerme el teléfono ni atenderme en persona. En la puerta de su oficina escribí con trazo fino Flojos de pantalón. Creo que le salió más caro limpiar el espray que pagarme y entendió lo que pensaba del asunto.

Rosendo era el “feo”, bendito feo para los que no éramos guapos. Demonios cómo cantaba, con esa urgencia y socarronería tan propias del barrio, tan vivas y reales, jugándose el tipo con su aura de perdedor melenudo pero con orgullo y chulería. Como decía Luz Casal, con quien ha compartido tan buenos momentos sobre un escenario, Rosendo no hubiese durado ni una clase en la academia de canto a la que acudió ella de joven, pero a ver cómo narices conseguían los profesores sacar de sus alumnos lo que el “feo” transmitía. Su voz ácida e imperfecta es rock and roll puro. Suena a la calle, a noche de parranda con los colegas pero también a mediodía en el mercado con los tuyos. Y, ciertamente, no duraría ni un minuto en Operación Triunfo.

Aún con sus dejes repetitivos, Rosendo solo hay uno y, sin embargo, Rosendo somos todos. Criado en los barrios de Lavapies y Carabanchel, este músico, que se dio a conocer en Ñu dentro de lo que se conoció como el rollo y luego se hizo un referente en Leño, ha radiografiado a la sociedad española con ojo combativo e ingenioso. Su jerga es imbatible. Las letras de sus mejores canciones son como refranes populares, capaces de interpretar la realidad con un poderoso pragmatismo, como sacadas de la filosofía vital de Sancho Panza, que simboliza a toda una España nuestra. Además tienen una gloriosa fuerza de enganche psicológico, que ya quisieran para sí muchos poetas. Bastaría con citar frases como “veo, veo mamoneo” o “voy a ser el enemigo disparando pan de higo” para entender el magnífico verbo barrial de Rosendo, cuyo cancionero está repleto de esos fogonazos callejeros que tienen ritmo y concordancia, que iluminan en su espíritu sarcástico.

Rosendo, el abuelo, el feo, el de la traca final de las orquestas versionándole en las fiestas de los pueblos, el que todavía nos va a cantar Maneras de vivir, somos todos. Y, sí, algunos estamos eternamente agradecidos del "curro", como él dice, que se ha pegado para llegar hasta hoy.

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