Ed van der Elsken dice adiós

El fotógrafo mira a la gente con la que se encuentra con la misma franqueza igualitaria con la que miraría a un vecino de su misma calle

'Beethovenstraat, Ámsterdam'.Ed van der Elsken (Nederlands Fotomuseum Ed van der Elsken)

Cuando llevaba unos minutos en la exposición de Ed van der Elsken tuve una rara sensación de anacronismo. Veía fotos de gente joven en los cafés y en las calles de París en los primeros años cincuenta, pero me parecían de 30 años más tarde, del East Village de Nueva York en los últimos setenta. Y cuando alguna de ellas era en color, el anacronismo resultaba más visible. Eran fotos al mismo tiempo objetivas e impúdicas. Parecía que la cámara estuviera no muy cerca de los personajes, sino mezclada con ellos. La ce...

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Cuando llevaba unos minutos en la exposición de Ed van der Elsken tuve una rara sensación de anacronismo. Veía fotos de gente joven en los cafés y en las calles de París en los primeros años cincuenta, pero me parecían de 30 años más tarde, del East Village de Nueva York en los últimos setenta. Y cuando alguna de ellas era en color, el anacronismo resultaba más visible. Eran fotos al mismo tiempo objetivas e impúdicas. Parecía que la cámara estuviera no muy cerca de los personajes, sino mezclada con ellos. La cercanía era tan poderosa que parecía excluir la mediación de una cámara; también la premeditación del encuadre, y el acto de posar.

Era como si las fotos estuvieran sucediendo en la misma corriente del tiempo en la que sucedían las vidas de los personajes. La cámara dejaba atrás la mirada y se convertía en un órgano del tacto. Algunas veces aparecía el fotógrafo, pero el autorretrato no tenía nada de exploración solitaria. En una foto, el joven Ed van der Elsken se retrata delante de un espejo en el que también aparece su esposa de entonces, Ata Kandó, con una bata de casa, con una melena arrebatadora que después sabremos que era pelirroja. Hay una intimidad carnal de compañeros de oficio y de amantes, el desarreglo de un interior muy vivido en el que se mezcla la numerosa vida familiar con el amor y con la artesanía del oficio, las tiras de negativo puestas a secar que cuelgan como guirnaldas, como prendas de ropa. En esa foto Ed van der Elsken es muy joven y se parece mucho al joven Gerry Mulligan, al que retrató unos años después en Ámsterdam tocando un saxo barítono reluciente y enorme. Ata Kandó era 12 años mayor que él: a Van der Elsken se le ve una mirada de amor y de éxtasis ante esa belleza. Retrata a Ata Kandó y se retrata a sí mismo mirándola.

La sensación de anacronismo se mezclaba con otra de familiaridad. Lo que me recordaban esas fotos de la vida tirada y bohemia en París era The Ballad of Sexual Dependency, el ciclo autobiográfico de Nan Goldin sobre el East Village de Nueva York entre la llegada del punk y los primeros tiempos del sida: la misma concentración en un grupo concreto de personas; los escenarios de celebración y de penuria; la entrega plena del fotógrafo al mundo que está retratando; la organización de las imágenes en una secuencia narrativa. Y sobre todo una naturalidad que a mí me parecía inventada por Goldin, pero que ella dijo que había aprendido mirando las fotos de Ed van der Elsken. En los primeros cincuenta, usar el color era una extravagancia, una herejía estética: cuando Van der Elsken retrata en color a su musa bella y colgada Vali Myers, con la estridencia de su pelo rojo, sus labios muy rojos, su maquillaje descarado, está empujando la fotografía en una dirección nueva. Y esa decisión estética se corresponde exactamente con una actitud vital, un fervor en la percepción de lo específico del tiempo presente, que tal vez es uno de los talentos más necesarios para un fotógrafo: qué es lo que sucede ahora mismo, lo que ya está vibrando alrededor aunque la conciencia no lo haya captado todavía, el porvenir que ya está delante de los ojos. Cuando llegó a París, Ed van der Elsken empezó a fotografiar a la manera de los maestros de una generación anterior. Algunas de sus fotos podían haber sido de Cartier-Bresson o de Brassaï. Pero inmediatamente, nada más encontrarse con Ata Kandó y con los artistas y los golfos de su propia generación, Van der Elsken dio el salto necesario del discípulo que se libera de las ataduras de su aprendizaje.

No había nada ni nadie que no le pareciera memorable. Se fue a vivir al campo y hacía pelícu­las sobre las ranas, las larvas o los insectos

Era, de nuevo, un salto al mismo tiempo estético y vital. El modelo del fotógrafo clásico es el transeúnte y observador solitario. En las filmaciones donde se le ve haciendo fotos por la calle, Cartier-Bresson tiene una furtiva elasticidad de carterista, alguien que ve algo y saca la cámara, dispara en un instante, vuelve a guardarla, se marcha con el sigilo veloz de un ladrón que se aleja cuanto antes del escenario del robo. Ed van der Elsken no pasa de largo, no esconde su presencia: como un Walt Whitman de la fotografía, parece que quiere abrazar a todos los desconocidos y unirse en sus celebraciones y en su rituales, beber con ellos en los bares, sumarse a una congregación dedicada a la fiesta o al trabajo o al luto, sea donde sea, en cada uno de los lugares adonde lo llevaron sus viajes, su sed nunca saciada de fraternidad.

Ámsterdam y París fueron las ciudades centrales de su vida, pero Van der Elsken recorrió el mundo entero en la misma actitud con la que se paseaba por su barrio trabajador y bohemio de Ámsterdam. En una aldea de África, en un andén del metro de Tokio, Van der Elsken mira a la gente con la que se encuentra con la misma franqueza igualitaria con la que miraría a un vecino de su misma calle al que conociera de vista, con el que no le costaría nada improvisar una conversación. Ni en los escenarios más remotos accede a la condescendencia del que mira lo exótico. Ni su curiosidad ni su respeto profundo se mitigan nunca. La instantaneidad de una foto aislada no le basta para abarcar todo lo que quiere y crea secuencias y libros enteros que contienen historias. De la cámara de fotos pasa a la cámara de cine llevado por su afán de atraparlo y de celebrarlo todo. Decía que hubiera querido llevar incrustada en el cerebro una cámara microscópica que estuviera grabando las 24 horas. Como Walt Whitman, no había nada ni nadie que no le pareciera memorable. Se fue a vivir al campo y hacía películas sobre las ranas, las larvas, los insectos, las pulgas de agua, los organismos de transparencia pulsátil que se criaban en el estanque que había cerca de su casa.

El joven enjuto y serio de los años de París fue al final un anciano prematuro minado rápidamente por un cáncer. Miró la cercanía gradual de la muerte con sus claros ojos tan abiertos como cuando miraba la belleza y el desorden de la vida. Su última pelícu­la se titula Bye. Es su adiós agradecido y melancólico a la gran fiesta visual del mundo en la que había participado sin descanso durante casi medio siglo.

‘Ed van der Elsken’. Sala Bárbara de Braganza de la Fundación Mapfre. Calle de Bárbara de Braganza, 13. Madrid. Hasta el 20 de mayo.

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