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La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro

No nos olvidemos de Gabinete Caligari (ni de Jaime Urrutia)

La industria y el público han cambiado pero la banda y su principal compositor han protagonizado una etapa fascinante del pop-rock español

La escena sucedió la semana pasada. En el aeropuerto de Ibiza esperábamos unas decenas de personas a coger un avión rumbo a Madrid mientras otras decenas andaban por ahí esperando otros vuelos. Con una gorra y brillantes gafas de sol, salió Jaime Urrutia por la puerta, pero nadie reparó en su presencia. Tal vez, muchos de los más jóvenes –que habían estado en el festival Sueños de Libertad donde tocaban Leiva, Iván Ferreiro o Sidonie- no sabían ni qui...

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La escena sucedió la semana pasada. En el aeropuerto de Ibiza esperábamos unas decenas de personas a coger un avión rumbo a Madrid mientras otras decenas andaban por ahí esperando otros vuelos. Con una gorra y brillantes gafas de sol, salió Jaime Urrutia por la puerta, pero nadie reparó en su presencia. Tal vez, muchos de los más jóvenes –que habían estado en el festival Sueños de Libertad donde tocaban Leiva, Iván Ferreiro o Sidonie- no sabían ni quién era, pero hubo un buen puñado que, aun reconociéndole, mostraron indiferencia.

Urrutia actuaba ese día en San Jordi de Ses Salinas con su banda actual, Los Corsarios, en un concierto menor en comparación con el festival de la isla, un evento que apuesta por el pop-rock nacional pero que, sin embargo, no le programa, como no le programa ningún festival. El que fuera cantante y compositor de Gabinete Caligari lleva años viviendo en el circuito de segunda, en garitos y pequeñas salas, defendiendo su legado.

Sin disco desde 2010, apenas hay noticias de este músico que protagonizó los ochenta y buena parte de los noventa al nivel de otros grandes nombres del pop español. Pero el tiempo ni el negocio perdonan. A estas alturas, Urrutia, cuya particular voz ronca y de arrabal está más machacada de lo deseable, está lejos de ser quien fue. Hace muchos años que no es una estrella y está claro que su evolución ha sido muy distinta a la de otros compañeros generacionales de fatigas y fiestas. Se ha quedado en tierra de nadie mientras otros han sabido encontrar un camino determinado –mejor o peor-. Póngase aquí a nombres como Loquillo, Andrés Calamaro, Enrique Bunbury, Santiago Auserón…

La historia no se lo ha puesto fácil a muchos de aquellos protagonistas del pop-rock español, que, como pasa siempre, fueron rechazados por la generación siguiente. También han sufrido las consecuencias del cambio, tanto en la industria como en el público. La España musical de entonces no tiene nada que ver con la de ahora. Pero incluso en el siempre fructífero terreno de la nostalgia tampoco le va del todo bien a Jaime Urrutia, ni a su buque insignia, Gabinete Caligari. Si de un tiempo a esta parte se vuelve a hablar de la Movida, a partir de conciertos y homenajes diversos, los Gabinete Caligari parecen relegados a un escalafón menor ante iconos como Nacha Pop, Radio Futura, Los Secretos o Alaska y los Pegamoides.

El grupo ya tuvo que lidiar con un problema de identidad en plena cresta de la ola de la movida madrileña. No solo por algunas de sus canciones castizas, que poco iban con el aroma moderno de aquella época, sino también por el brutal éxito que consiguieron al fichar por EMI y sonar en todas las radios españolas. Tal vez La culpa fue del Cha Cha Chá no fuera una canción con la que ilustrar aquel éxtasis sonoro de aquella nueva ola que alardeaba de autenticidad, pero es una huella sonora imbatible, con ese aire de pasodoble, que guarda la esencia de la España costumbrista, aquella que marca nuestra verdadera identidad de punta a punta de la península, aquella reunida al calor de las orquestas de barrio y pueblo.

Gabinete Caligari siempre fueron una banda de primera categoría. No se trata de recordar su éxito, que lo tuvieron como tantos que ya no lo tienen, sino de reivindicar su obra. Su fascinante obra ilustrada especialmente en cinco discos seguidos, entre 1983 y 1990: Que Dios reparta suerte, Cuatro Rosas, Al calor del amor en un bar, Camino Soria y Privado. El desamor en Gabinete Caligari adquiere categoría de cotidianidad mística, como ese bar con olor a serrín y la máquina tragaperras rompiendo el silencio.

Urrutia es un maestro de estampas emocionales a medio camino entre el desahucio de la esperanza rota y la supervivencia desprovista de épica. Y, sin embargo, transmiten una entereza única. Canciones como Cuatro rosas, Camino Soria, La fuerza de la costumbre o El calor del amor en un bar se clavan en el subconsciente, aunque no tengan nada que ver con lo que requieren los tiempos sonoros y líricos de nuestro país en las dos últimas décadas. De hecho, la prensa especializada ha sido dura con él –sobre todo aquella que auspicia con facilidad pasmosa cada propuesta indie y exceptuando Efe Eme y las grandes entrevistas a cargo de Juan Puchades-. Al ser visto como un representante de todo lo viejo, no prestó atención a dos álbumes en solitario como el formidable Patente de corso y el más que interesante Lo que no está escrito, publicados en 2002 y 2010 respectivamente. Incluso los tiempos no le son propicios a Urrutia en el actual paisaje digital: Spotify se la ha jugado y ha dejado que otro Jaime Urrutia –de una calidad ínfima- se cuele en su perfil de reproducción de canciones. Aparecen antes los discos de este insoportable intérprete de hotelucho de playa de tercera que los suyos.

Año 2017: Ni Gabinete Caligari ni Jaime Urrutia, aún con su voz dañada, están en el lugar que merecen en este país. Lo peor es que pinta mal para el futuro. Todo indica que en el año 2025 –por decir uno- el olvido será mayor para esta parte emotiva y distintiva de nuestra historia musical. Una parte a reivindicar con letras mayúsculas.

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