Infamia

Siento un estremecimiento, la presencia del horror en estado puro, cuando en este Madrid me cuentan que una madre ha colocado a su recién nacido en un contenedor de basura

Huelo su nuca. Me fascinan y me arrullo con sus mollas. Hablo con ellos, les cuento mi vida, lo que deseo para su futuro cuando me quedo solo, puedo babear con su mirada, con el aleteo de su mano y tengo algo parecido a un orgasmo cuando me regalan una sonrisa mecánica o porque hay algo que les resulta placentero. Se llaman bebés, nunca los he engendrado, no sé lo que se siente cuando has decidido dar vida a esa criatura en la Tierra. Recuerdo que una vez observé una cara rosácea y vital, un bebé guapo, y luego me enteré de que su destino le había castigado, que tenía síndrome de Down. No dudo...

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Huelo su nuca. Me fascinan y me arrullo con sus mollas. Hablo con ellos, les cuento mi vida, lo que deseo para su futuro cuando me quedo solo, puedo babear con su mirada, con el aleteo de su mano y tengo algo parecido a un orgasmo cuando me regalan una sonrisa mecánica o porque hay algo que les resulta placentero. Se llaman bebés, nunca los he engendrado, no sé lo que se siente cuando has decidido dar vida a esa criatura en la Tierra. Recuerdo que una vez observé una cara rosácea y vital, un bebé guapo, y luego me enteré de que su destino le había castigado, que tenía síndrome de Down. No dudo de que fue amado por sus progenitores con más mimo e intensidad que si hubiera sido normal.

Recuerdo una película de Chicho Ibáñez Serrador que se titula ¿Quién puede matar a un niño? Se desarrollaba en una isla, hablaba de niños asesinos bajo su encantadora apariencia. Y desde Dickens hasta El extraño caso de Benjamin Button la literatura y el cine han certificado la existencia de bebés no queridos o monstruosos. Los abandonan provistos de una mantita en algún sitio en el que la gente podrá recogerlos, incluso adoptarlos. Algunos tiene suerte, otros lo pasan muy putas. Su vida futura estará condicionada por su niñez, a la intemperie o con cierto refugio, pero fueron criaturas abandonadas, y eso marca a perpetuidad (me han contado), siempre hay una razón para el desarraigo si te ha faltado amor en la infancia.

Y siento un estremecimiento, la presencia del horror en estado puro, cuando en este Madrid enloquecido por el calor (seguro que afecta, como El extranjero, de Camus, que asesinó en Oran a un hombre al que no conocía) me cuentan que una madre ha colocado a su recién nacido en un contenedor, dentro de una bolsa, en una mochila por si corre el riesgo de escaparse. Y que no me hablen de la desesperación, de la miseria, de perder un trabajo. Es el mal. Existe. Mucho más en los poderosos. También en los débiles.

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