“Me ha impresionado la capacidad de las personas de mantenerse valientes y con dignidad”
Los suscriptores de EL PAÍS que asistieron a la representación de ‘Historias de una guerra’ en Sevilla destacan cómo los testimonios de los corresponsales les han trasladado “la verdad del conflicto”
Rocío Muñoz y Neouel Melkangi son estudiantes de Filosofía de 18 y 19 años. Bajan las escaleras del auditorio de CaixaFórum en Sevilla con el rostro conmovido. Acaban de asistir a la representación de Historias de una guerra, donde varios de los corresponsales de EL PAÍS que han cubierto la invasión de Rusia sobre Ucrania han compartido con suscriptores del diario vivencias y experiencias de ese conflicto que perviven en ellos agazapadas más allá de las palabr...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Rocío Muñoz y Neouel Melkangi son estudiantes de Filosofía de 18 y 19 años. Bajan las escaleras del auditorio de CaixaFórum en Sevilla con el rostro conmovido. Acaban de asistir a la representación de Historias de una guerra, donde varios de los corresponsales de EL PAÍS que han cubierto la invasión de Rusia sobre Ucrania han compartido con suscriptores del diario vivencias y experiencias de ese conflicto que perviven en ellos agazapadas más allá de las palabras con las que han hilado sus crónicas. “Lo que más me ha llamado la atención es la capacidad de las personas de mantenerse valientes y mantener su dignidad”, destaca Muñoz. “Han sido testimonios muy humanos, muy normales, no son historias de película”, añade Melkangi, que también valora el formato: “Nos cuentan las historias más allá de leerlas”.
“EL PAÍS se lee, se ve, se escucha y ahora también se siente”, señaló la directora del diario, Pepa Bueno, tras la representación sobre uno de los efectos que logra en los espectadores Historias de una guerra. “Nos fijamos en los detalles, en las historias humanas, pequeñitas a veces, que encuentran poco espacio, o casi ninguno, en las crónicas de una guerra de la intensidad que está teniendo esta invasión”, había apuntado antes Bueno, durante la presentación en la que estuvo acompañada por el presidente de la Diputación de Sevilla, Javier Fernández.
Y es que los testimonios que presentaron sobre el escenario seis de la docena larga de periodistas de EL PAÍS que han estado sobre el terreno, desde que el 24 de febrero de 2022 Vladímir Putin ordenara la invasión de Ucrania, constatan cómo el acto extraordinario de sobrevivir en medio de algo tan anómalo como una guerra consiste en completar el día a día buscando alcanzar la normalidad.
Es lo que hace Natalia, la protagonista de la historia de Jacobo García, que se afana por mantener alejada de los pulgones las flores que cuida Kramatorsk, donde apenas queda nadie —desde luego ninguna de las amigas de Natalia que han huido fuera del país― que pueda disfrutar de ellas. Natalia es un ejemplo de esa dignidad a la que hacía referencia Muñoz. La misma que mueve a Boris, el militar ucranio homosexual que protagoniza lel realato de Luis Doncel. “No me quedaba otra opción que ir a por ellos para evitar que ellos fueran a por mí”, le dijo, expresando el miedo a ser víctima de la homofobia reconocida del régimen de Putin.
Un miedo que, como las flores que cuida para nadie Natalia, también se huele. Son los olores que María Sahuquillo detalla en su historia. Allí entremezcla el regusto amargo y poderoso del café de los checkpoints, con el dulce y delicado de las golosinas de una tienda en Chernihiv, antes de que se confundieran con el del azufre y polvo de los edificios desplomados por las bombas rusas. Un contraste similar al de los mensajes que todavía le envía Serhii, un soldado ucranio, en los que mezcla los memes de gatos y flores con fotos de misiles rusos.
Dos realidades
Estas paradojas son otra de las caras que construyen el poliedro de este conflicto. “Nos han hecho llegar eso, nos han traído la verdad de una guerra”, subraya Anabel Roldán, una suscriptora de 54 años que ha venido acompañada por su hermana Rocío, de 55, también lectora fiel del diario. Subrayan cómo, “después de escuchar los testimonios de los corresponsales, ver las fotos de los líderes políticos [sobre los que a priori pivotan las noticias sobre la guerra] resultan anacrónicas”.
Ellas aluden a realidades aparentemente cotidianas y que en situaciones de normalidad se dan por descontadas, como enamorarse, pero que, en medio de una invasión, son, como señalaba Muñoz, la estudiante de Filosofía “actos de valentía y dignidad”. Se refiere a la historia de amor de Kiril, que lucha en el frente, y Dasha, que vive a mil kilómetros de distancia, que relata Mónica Ceberio y que arroja dos poderosas certezas: “que la vida no se puede posponer” y “el valor de las cosas normales y sencillas, porque lo normal se puede acabar en cualquier momento”.
De nuevo la normalidad que tanto ha sorprendido a Melkangi. Una normalidad en la que las madres tratan de aislar a los niños en Ucrania para preservar su infancia y que es la que aborda Óscar Gutiérrez en su historia. Porque si la guerra huele, sobre todo suena. Por eso, cada vez que estalla un proyectil cerca del campo de fútbol de Lviv, los monitores les dicen a los chavales que son fuegos artificiales y, por eso, cuando el corresponsal trata de que uno de ellos le explique a sus ocho años qué es la guerra, también su respuesta viene acompañada por un ruido terrible: “La guerra es cuando alguien dispara”.
Esa normalidad que los ucranios buscan retomar es la que se les desbarató abruptamente cuando hace poco más de dos años comenzó la invasión. También le cogió por sorpresa a Luis de Vega, que acababa de llegar un día antes a Kiev. Es la incredulidad con la que los ucranios emprendieron las primeras horas del mayor exódo acontecido en Europa tras la II Guerra Mundial, tratando de huir de la capital hacia el este del país en los trenes de una estación abarrotada hasta el colapso o a través de las carreteras antes de que fueran voladas por el Gobierno ucranio para dificultar la entrada de los rusos que entonces se daba por segura. La incredulidad dio paso a la desesperación: “Algunos ancianos eran trasladados en carritos de mano, otras personas simplemente tenían que ser alfadas en brazos sobre los cascotes por militares y por voluntarios porque el cuerpo literalmente se les bloqueaba de miedo”, relata De Vega.
El periodista cuenta cómo en esas escenas de pánico que quedaron atrapadas por su cámara de fotos, sintió cómo las personas que veían podían ser su propia familia. Esa cercanía es también la que compele a las hermanas Roldán a interesarse por esta guerra “que nos impactó tantísimo como europeos, que nos sentíamos más cercanos a este conflicto, a lo mejor que a otros”, cuenta Rocío. Después de dos años, sienten inquietud por un futuro cada vez más incierto ante posibles cambios en la Unión Europea y en EE UU. “Esta es una oportunidad de mantener el contacto y la solidaridad con su gente”, señala.
“Cuando se te presenta una oportunidad de vivir tan de cerca un testimonio de tal calibre, creo que tienes que venir solo por cómo apela a la sensibilidad en los humanos”, zanja Muñoz. Ella, junto con su compañero Melkangi y las hermanas Roldán son cuatro de los casi 200 suscritores que acudieron a la representación de Historias de una guerra el viernes por la tarde en Sevilla. Un montaje que se realizó en colaboración con la Diputación de Sevilla y en el que los testimonios de los corresponsales se entrelazaron con las canciones tradicionales ucranias interpretadas por la violinista Teresa Gamaza Acuña, bajo la dirección artística del actor Raúl Fernández de Pablo y la batuta editorial de Mónica Ceberio. Tras recalar en Madrid, Segovia, Valencia, la cárcel de Soto del Real y Sevilla, esta narración se trasladará a Canarias.