Los tamaños del infinito
El matemático Georg Cantor demostró a finales del siglo XIX que existían conjuntos infinitos con diferentes tamaños
La noción de infinito suscita una mezcla de atracción y pavor, por las ideas con las que se relaciona: la inmensidad, lo eterno, lo inabarcable. En matemáticas, sin embargo, se utiliza con naturalidad. Aparece al examinar colecciones de objetos –conjuntos–, en los que podemos encontrar siempre nuevos elementos, sin llegar a agotarlos nunca. Así sucede con los números naturales, que utilizamos para contar: uno, dos, tres... La secuencia de números naturales jamás termina, de modo que decimos que el conjunto de naturales es infinito. También lo es el de los números enteros, que resulta al incorporar, al conjunto anterior, los negativos –que podemos entender intuitivamente como deudas– más el puente entre positivos y negativos, el misterioso cero, de origen hindú. O el de los números racionales, es decir, las fracciones, donde tienen cabida cantidades como un tercio, o dos quintos. O el de los números reales, donde consideramos números con cifras decimales en forma de secuencia, que puede ser, ella misma, infinita.
Hasta que el matemático Georg Cantor entró en escena, a finales del siglo XIX, todos esos conjuntos –el de los números naturales, los enteros, los racionales y los reales–, habitaban, juntos, el enigmático pozo del infinito. Aunque lo cierto es que, hasta ese momento, nadie había reparado en que hubiera enigma alguno: había infinitos elementos de todos ellos, y ahí terminaba la cuestión. Cantor, matemático de origen ruso que más tarde sería profesor en Alemania, se empeñó en asomarse a ese abismo con más cuidado. Se preguntó, fíjense qué cosa tan extraña, si todos esos infinitos eran iguales, es decir, si en algún sentido tenían el mismo tamaño, o no.
Para saber si dos equipos de balonmano poseen el mismo tamaño, en cuyo caso pueden enfrentarse con equidad, nos basta emparejar a los jugadores de uno y otro: si todo jugador del equipo A puede darle la mano a un, y solo uno, jugador del equipo B, sin que ningún jugador ni de A ni de B quede sin pareja, podemos estar seguros de que la cantidad de jugadores en uno y otro caso es la misma. De hecho, a ambos les representa el mismo número, que en este caso designa la cantidad de jugadores de cada equipo.
Conjuntos infinitos
Cantor hizo lo mismo con conjuntos infinitos. Por ejemplo, si consideramos el conjunto de números naturales y el de los números pares, nos encontramos con que, a pesar de que el primero contiene al segundo y no al revés, los elementos de ambos pueden ser emparejados: al uno le corresponde el dos, al dos el cuatro, al tres el seis... Y ningún elemento de los dos conjuntos queda sin pareja. Así, aunque el conjunto de naturales puede estimarse como “más grande” que el de los pares, sus infinitos tienen el mismo “tamaño”. Cantor dijo que esos dos infinitos poseían el mismo orden de infinitud, que venía representado por un número transfinito –una idea que enamoró al escritor argentino Jorge Luis Borges–, al que representó con la letra hebrea aleph (א) provista del subíndice cero.
Siguió comparando los naturales con los enteros y luego los naturales con los números racionales. En los dos casos encontró formas ingeniosas de emparejarlos también, de modo que concluyó que los infinitos de todos esos conjuntos, aparentemente cada vez más grandes, eran, de nuevo, por así decirlo, el mismo: aleph sub cero. Pero con los números reales, sorprendentemente, esto no era posible: intuitivamente (una demostración más precisa, aunque comprensible, puede encontrarse aquí), demostró que la densidad del conjunto de los números reales era mucho mayor, es decir, como granos de arena, los números reales se escurrían, y siempre había reales que no podían emparejarse con ningún natural. El conjunto de los reales, por tanto, daba lugar a un nuevo orden de infinitud, aleph sub uno, en un cierto sentido estrictamente mayor que el de los naturales.
Hizo muchas cosas asombrosas más. Por ejemplo, probó que el número de puntos en un segmento cualquiera y en el interior de un cuadrado o de un cubo, era el mismo (el orden de infinitud en ambos casos coincidía). Sospechó de sus propios resultados y escribió a otros matemáticos preguntando si estaba perdiendo el sentido. Y aunque en ese momento no, lo cierto es que al final de su vida sí perdió la razón. Probablemente en ello tuvo parte de responsabilidad su némesis, Leopold Kronecker, un matemático importante e influyente que veía en el trabajo de Cantor un puro delirio y le hizo la vida difícil. En fin, hoy los hallazgos de Cantor son clásicos y universalmente celebrados pero, en parte, a él le costaron la cordura. Podríamos decir, ironizando, que el infinito tenía un precio.
Juan Gerardo Alcázar Arribas es profesor titular de Matemática Aplicada en la Universidad de Alcalá
Café y Teoremas es una sección dedicada a las matemáticas y al entorno en el que se crean, coordinado por el Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT), en la que los investigadores y miembros del centro describen los últimos avances de esta disciplina, comparten puntos de encuentro entre las matemáticas y otras expresiones sociales y culturales y recuerdan a quienes marcaron su desarrollo y supieron transformar café en teoremas. El nombre evoca la definición del matemático húngaro Alfred Rényi: “Un matemático es una máquina que transforma café en teoremas”.
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