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CONGRESO NACIONAL CHILE
Columna
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La incómoda verdad detrás de las tarifas eléctricas

La manera infantil en la que muchos parlamentarios buscan ser exculpados de sus decisiones, difícilmente puede ser interpretado sino como una renuncia a la responsabilidad democrática que les ha sido encomendada

Un hombre trabaja con los cables de alta tensión en Santiago, en agosto de 2020.
Un hombre trabaja con los cables de alta tensión en Santiago, en agosto de 2020.Esteban Felix (AP)

Parlamentarios oficialistas y de oposición llevan más de dos semanas recriminando duramente al Gobierno por el reciente aumento en el precio de las tarifas eléctricas que deberán soportar los chilenos en un contexto de estrechez económica. Pero hay un aspecto que no suelen mencionar: fueron ellos mismos quienes aprobaron legislativamente dicho aumento y, al menos en parte, este mayor precio se explica por el congelamiento tarifario que ellos demandaron en los días que siguieron al estallido social.

La trama de esta historia parece tomada de una sátira política, de esas absurdas y de humor negro como Veep o The Thick of It. Por ejemplo, la presidenta de la Cámara de Diputados, que votó a favor de la medida, acusa al ministro de Energía de haber ocultado información relevante en la discusión legislativa que ella habría solicitado y no le habría sido entregada. Otro diputado de oposición, que también apoyó el proyecto, dice ahora sentirse engañado por el Gobierno, al que culpa de haberle mentido a los parlamentarios que habrían, supuestamente, observado las debilidades de la propuesta legislativa, ante lo cual se les habría dicho que todo ello sería corregido posteriormente por vía reglamentaria. El Gobierno se defiende acusando que el cambio tarifario fue latamente discutido en el Congreso. Algunos parlamentarios responden recurriendo a tribunales para intentar suspender el alza de tarifas. Otros amenazan con interpelaciones al ministro y un número incluso mayor busca censurarlo, al notificar al presidente que éste ya no es un interlocutor válido para discutir estas materias.

Más allá del evidente oportunismo detrás de muchas de estas diatribas y de que la polémica que las motiva parece estar amainando, conviene igualmente detenerse en ellas porque retratan dos incómodas verdades del trabajo parlamentario chileno.

La primera es de carácter circunstancial: con sus recriminaciones, los parlamentarios reconocen ignorar lo que están votando y las consecuencias de sus decisiones. Aunque tal vez no sean conscientes de ello, este reconocimiento pone en entredicho uno de los mitos fundacionales de toda democracia contemporánea, según el cual los parlamentos son el lugar institucional de deliberación política que mejor cautela los intereses ciudadanos. Y es que la manera infantil en la que muchos parlamentarios buscan ser exculpados de las consecuencias de sus decisiones, difícilmente puede ser interpretado sino como una renuncia a la principal responsabilidad democrática que les ha sido encomendada por sus representados.

Pero esta polémica también retrata otra verdad estructural a la política chilena: la creciente incapacidad de los parlamentarios para abordar adecuadamente cualquier discusión legislativa de mayor complejidad o con dimensiones técnicas. Así lo evidencian también los debates recientes en materia electoral o de permisología.

En este punto tal vez conviene recordar un reproche recurrente al presidencialismo chileno, el que para para sus críticos entrega al presidente un protagonismo desmedido en el proceso legislativo, que no genera mayores incentivos para un trabajo parlamentario reflexivo. Aunque cierta, esta crítica no debe oscurecer una grave carencia legislativa que difícilmente podría atribuirse al diseño del sistema político: el mal funcionamiento del sistema de asesoría parlamentaria.

La precariedad de los debates parlamentarios, en efecto, contrasta con el elevado monto que se invierte en ellos. El año pasado se gastaron en la Cámara de Diputados $13 mil millones de pesos chilenos (unos 13 millones de dólares) en personal de apoyo a la labor parlamentaria y otros $2 mil millones (unos dos millones de dólares) en asesoría externa. En los últimos dos años (2022-2024), además, su gasto en personal ha aumentado en un 18,5%. Por otro lado, senadores y diputados cuentan con la asesoría técnica que les proporciona la Biblioteca del Congreso Nacional, que dispone de 75 investigadores y cuyo gasto en personal ascendió a más de $14 mil millones (unos 14 millones de dólares) en 2023. Es cierto que en esta materia existen excepciones honrosas, como la oficina de asesoría técnica alojada en el Senado que apoya el trabajo de la Comisión Permanente de Presupuestos. Pero ella es una excepción que confirma la regla contraria.

Al abordar esta incomoda verdad, debe además recordarse que existen muchos ejemplos a nivel nacional que ilustran que ésta es una realidad evitable. Así al menos lo retratan los dictámenes de las comisiones de Constitución de ambas cámaras del Congreso, que durante el siglo pasado gozaron de un merecido prestigio. La elaboración de muchos de ellos estuvo a cargo de destacados académicos y era común que fueran publicados en revistas académicas como una fuente autoritativa para estudiar la deliberación parlamentaria.

Cualquier intento de modernización del Estado –sea a través de mejoras de gestión o reformas legales– debe así prestar especial atención a esta grave debilidad del trabajo parlamentario, que hace difícil o imposible un adecuado debate legislativo. Pero mientras esperamos que ello ocurra, bien harían los parlamentarios en recordar que, al desempeñar sus responsabilidades democráticas como contrapeso legislativo del ejecutivo, la ropa sucia se lava en casa.

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