Chile ante la encrucijada de la seguridad: ¿militares en las calles como solución?
Este parece ser un nuevo caso en que el sistema político, con declaraciones grandilocuentes, termina traspasando la responsabilidad a Carabineros y las Fuerzas Armadas
Chile vive una crisis de seguridad hace algunos años, intensificada en los últimos meses producto de nuevas formas de criminalidad, de un aumento en delitos de alta connotación social y por la ineficacia de las fuerzas políticas y del Gobierno para gestionar el problema. Esta inacción ha llevado a medidas poco comunes, incluso eventualmente contrarias a la ley, como la decisión de la feria de Lo Valledor —uno de los principales mercados de abasto...
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Chile vive una crisis de seguridad hace algunos años, intensificada en los últimos meses producto de nuevas formas de criminalidad, de un aumento en delitos de alta connotación social y por la ineficacia de las fuerzas políticas y del Gobierno para gestionar el problema. Esta inacción ha llevado a medidas poco comunes, incluso eventualmente contrarias a la ley, como la decisión de la feria de Lo Valledor —uno de los principales mercados de abasto de la Región Metropolitana— de solicitar cédula de identidad emitida por Chile para ingresar a sus instalaciones. Y es que si el Estado no es capaz de garantizar la seguridad, rápidamente aparecerán otros para hacerlo.
Por lo mismo, no sorprende que las encuestas comiencen a mostrar un fuerte apoyo al uso de herramientas poco convencionales. Un estudio de Criteria Research muestra que un 76% de los encuestados está de acuerdo con desplegar a los militares en las calles para reducir el desorden social. Lo que es llamativo es que esa medida goza de respaldo transversal en todo el arco político: un 56% de quienes se identifican como de izquierda la apoyan. Quizás por eso el alcalde Tomás Vodanovic, del partido Revolución Democrática (parte de la coalición del presidente Boric) solicitaba el apoyo militar para tareas de orden público, en una movida impensable hace apenas algunos meses para un conglomerado de izquierda.
Ahora bien, desplegar militares en las calles o autorizar usos más intensos de la fuerza por parte de las policías supone un riesgo y exige algunas certezas. El riesgo es que, en el ejercicio de esas funciones, se generen incidentes graves, enfrentamientos entre agentes y delincuentes, con resultados potencialmente dañinos. La necesidad de certeza, por otra parte, se refiere a que el funcionario que haga uso de su arma debe contar con el respaldo político y jurídico correspondiente, algo que hasta ahora no ha sido posible. Todavía hay en la coalición gobernante una profunda sospecha de la fuerza estatal. Muchos no creen en ella, y se ven en problemas cada vez que deben explicar incidentes en su uso. Por el lado jurídico también hay problemas: todavía no contamos con una ley de Reglas del Uso de la Fuerza que permita entregar seguridad a quien legítimamente la emplea, y nada hace avizorar que el trámite legislativo sea fácil y tenga resultados a tiempo.
Por lo mismo, este parece ser un nuevo caso en que el sistema político, con declaraciones grandilocuentes, termina traspasando la responsabilidad a Carabineros y las Fuerzas Armadas. No se trata de un transferencia a instituciones abstractas: son funcionarios concretos, de carne y hueso, desplegados a lo largo y ancho del territorio nacional, tomando decisiones y respondiendo personalmente por ellas, pese a que es el Estado el que asumió el compromiso. Se les envía a las calles, a plazas, mercados o estaciones de buses, muchas veces sin equipamiento o instrucción adecuada, expuestos a cometer errores que pueden vulnerar derechos de las personas y generar daños irreparables. Es cierto: quien emplea la fuerza legítima del Estado debe cumplir con un estándar exigente, pues la ley le entrega una facultad en extremo delicada. Pero, al mismo tiempo, debe resguardar su uso, justamente para cumplir los fines que se propone.
Es, en parte, lo que sucedió con el estado de excepción constitucional declarado en octubre de 2019. Mientras algunos instigaban las movilizaciones, creyendo ser sus legítimos voceros, y llamaban a la desobediencia, rendidos frente a lo que consideraron su momento revolucionario, miles de funcionarios de las policías y Fuerzas Armadas debieron asumir labores que, en gran medida, requerían de un respaldo legal y político. El presidente Gabriel Boric indultó a muchos de los condenados por delitos cometidos en ese contexto excepcional, y pareciera ser que hay casos de uniformados que caen bajo la misma hipótesis. Que se entienda bien: no parece justificarse un indulto general, pues en varios casos se cometieron atropellos que exceden el uso legítimo de la fuerza, sino una adecuada ponderación de los elementos concretos que atenúan la responsabilidad de algunos de ellos.
Todo esto vale para la discusión que hoy se lleva adelante sobre el recurso a las Fuerzas Armadas. ¿Se puede asegurar un uso adecuado de instrumentos militares en contextos urbanos, sin riesgo para civiles inocentes? ¿Habrá reglas claras, por sobre gustitos ideológicos, en el ejercicio de la fuerza? ¿No veremos una nueva vuelta de chaqueta de parte de la coalición gobernante, que dé una vez más la espalda a su Gobierno en la votación del proyecto? Y, por último: ¿traspasará el Gobierno otra vez la responsabilidad a los uniformados, sabiendo que otros pagarán los costos de su decisión?
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