Opinión

La crisis del hombre unidimensional

El miedo es la principal amenaza para la sociedad democrática. La derecha lo fomenta, la izquierda debe combatirlo. Y despertar en los ciudadanos su condición pluridimensional

El líder nacional de VOX, Santiago Abascal.Julio Muñoz (EFE)

“Estoy en cólera porque trabajo para nada”, Anthony Richard, 28 años. “No se entiende hacia dónde vamos”, Marc-Antoine Ponelle, 23 años. Son frases de dos manifestantes de los chalecos amarillos franceses, recogidas por Philosophie Magazine, sumamente representativas de la crisis europea actual. El trabajo ha sido el lugar común de todas las ideologías de la modernidad, quizás con la excepción del anarquismo. Fascistas, conservadores, liberales, socialdemócratas, comunistas, con todas sus fórmulas y v...

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“Estoy en cólera porque trabajo para nada”, Anthony Richard, 28 años. “No se entiende hacia dónde vamos”, Marc-Antoine Ponelle, 23 años. Son frases de dos manifestantes de los chalecos amarillos franceses, recogidas por Philosophie Magazine, sumamente representativas de la crisis europea actual. El trabajo ha sido el lugar común de todas las ideologías de la modernidad, quizás con la excepción del anarquismo. Fascistas, conservadores, liberales, socialdemócratas, comunistas, con todas sus fórmulas y variantes, han prometido siempre la redención por el trabajo. Condenados a trabajar por la sanción divina del pecado original, el propio castigo se convertía, durante el largo proceso de construcción del capitalismo, en la vía de realizació9n personal. En nuestra cultura, el trabajo es el principal elemento de identidad de los humanos, no en vano después del apellido siempre aparece la profesión. Es el hombre en una sola dimensión.

Cuando el trabajo falla, la sociedad tambalea. Los ciudadanos dudan de sí mismos, ¿qué sentido tiene mi vida si trabajo para nada? Descubren que las instituciones no tienen nada que ofrecerles y no se sienten representados. No saben a dónde van. La última gran promesa del capitalismo fue la redención individual en una economía que pretendía liquidar cualquier noción de límites. Cuando el edificio se cayó, en 2008, la mitad de la sociedad se encontró en la intemperie. Y las democracias liberales evidenciaron su impotencia. Pronto resucitaron las viejas promesas de encuadramiento y sumisión.

El punto en que más fácilmente se pusieron de acuerdo Vox y el PP fue bajar los impuestos: patrimonio, sucesiones, donaciones y IRPF, es decir, beneficiar a los que más tienen, reducir los recursos públicos en un momento en que son fundamentales las políticas redistributivas en unas sociedad en que se están alcanzando unos umbrales de desigualdad que pueden abrir la puerta al autoritarismo. En realidad, de eso se trata. Cuando se dice que la crisis del PP es fruto del escaso pulso ideológico de Rajoy, cuando se apela a la recuperación de valores fundamentales de la derecha —aquellos que negaban y niegan derechos conquistados en largas e inacabadas luchas— lo que se está buscando simplemente es la recuperación de creencias y fantasmas, que la sociedad había dejado felizmente atrás: la exaltación patriótica, la doctrina familiar de la Iglesia, la estigmatización de lo diferente, contando que estas banderas de enganche, por absurdas que sean, sirvan para encuadrar al personal.

La ciudadanía pide reconocimiento y se les responde con las figuras del miedo, que es la más eficaz forma de alienación. La ciudadanía pide expectativas de futuro y se le devuelve a las formas de control social del pasado, consagradas en el punto central del acuerdo Vox, PP, Ciudadanos: la protección de la familia, conforme a los cánones católicos, es decir, patriarcado y sumisión. Son pasarelas orientadas hacia el autoritarismo. Ante la crisis de la democracia liberal, se construyen los pilares del regreso al pasado. Y se proyecta sobre la izquierda la idea de que descuida los valores morales, de que no tiene respuesta a las angustias de una ciudadanía agobiada.

Sin duda, sobre la izquierda pesa un giro neoconservador que le ha llevado a mimetizar a la derecha y ha dejado a la socialdemocracia sin alma. El principal problema de la izquierda es su desconexión de los grupos sociales que hoy concentran el malestar. Sus territorios naturales han sido la antigua clase obrera (a través de los sindicatos) y parte de la burguesía ilustrada, pero hoy la sociedad es mucho más compleja. Y los más abandonados no son los sectores en que la izquierda se siente más cómoda. Hay cierto pecado de elitismo tanto en la socialdemocracia como a su izquierda. Y una clara dificultad para transmitir a las clases populares las principales banderas de la emancipación: el ecologismo, el feminismo, la igualdad, la solidaridad.

La izquierda sólo podrá avanzar si sabe dar una respuesta a los temores de la ciudadanía distinta de las recetas de la derecha. El miedo es la principal amenaza para la sociedad democrática. La derecha lo fomenta, la izquierda debe combatirlo. Y despertar en los ciudadanos su condición pluridimensional, contra las políticas de sumisión. Paradójicamente, a la izquierda corresponde salvar la gran tradición liberal, la que, en palabras de John Stuart Mill, consideraba “básicamente repugnante” la idea “de una sociedad en que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario”.

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