Opinión

La política en amarillo

Los chalecos amarillos no tienen nada que ver con un proyecto como el soberanismo, construido sobre la ilusión de la independencia, bien nutrido de bagaje ideológico y con la dirección política en manos de partidos

Francia tiene una especial habilidad en convertir en marcas universales sus producciones políticos y culturales. Él último y modesto gadget que acaban de lanzar al mercado político lleva el nombre de chalecos amarillos, que han puesto en aprieto a Emanuel Macron, que, otro éxito propagandístico francés, algunos ya habían consagrado como modelo de la política del futuro y como redentor de una Unión Europea en crisis. Macron se presentaba como de derechas y de izquierdas al mismo tiempo y el cuento no ha aguantado ni la mitad de su mandato.

Ahora toca ser chalecos amarillos. Y de...

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Francia tiene una especial habilidad en convertir en marcas universales sus producciones políticos y culturales. Él último y modesto gadget que acaban de lanzar al mercado político lleva el nombre de chalecos amarillos, que han puesto en aprieto a Emanuel Macron, que, otro éxito propagandístico francés, algunos ya habían consagrado como modelo de la política del futuro y como redentor de una Unión Europea en crisis. Macron se presentaba como de derechas y de izquierdas al mismo tiempo y el cuento no ha aguantado ni la mitad de su mandato.

Ahora toca ser chalecos amarillos. Y desde sectores próximos a los CDR i a la CUP ya circula la consigna en vistas de una semana caliente. Es cierto, que el color —el amarillo— lo había adoptado el independentismo antes de que Francia entrara en ebullición. Pero las opciones son limitadas en la medida en que otros colores están ya ocupados: el rojo, el azul, el verde, el violeta, el rosa, el negro, el naranja, el morado. Más allá de lo cromático el independentismo se parece poco a un movimiento que suma reivindicaciones económicas y sociales muy concretas, surgido de mil focos distintos, sin coordinación ni dirección alguna y sin estrategia ni objetivo más allá de hacer notar a las elites políticas y económicas el gran enfado y de levantar acta de un profundo malestar francés, conforme a la tradición de un país cuyos ciudadanos están acostumbrados a exigir al Estado que responda y no deje su suerte al albur del Dios mercado. Nada que ver con un proyecto como el soberanismo, construido sobre la ilusión de la independencia, bien nutrido de bagaje ideológico y con la dirección política en manos de partidos políticos con presencia en las propias estructuras del poder institucional.

Los chalecos amarillos son un movimiento sin ideología ni proyecto, que confirma la ausencia de futuro en que vivimos, cimentado en la indignación contra los dirigentes políticos que les dan la espalda. Aquí el soberanismo ha operado en estrecha alianza con sus gobernantes, con un objetivo compartido: liberarse de un estado opresor para construir otro. Sólo en el caso de que, con la parálisis política actual, el malestar social creciera y cundiera la irritación contra unos dirigentes a los que los árboles del proceso les impiden ver el bosque de la realidad, podría aparecer algo remotamente comparable con la última representación de la obra preferida de los franceses: cortar la cabeza del Rey, en su versión actualizada, forzar la dimisión del monarca republicano.

Lo que Francia ha lanzado y nadie puede desoír es el enésimo aviso a las élites de que el pueblo también existe

Lo que Francia ha lanzado y nadie puede desoír es el enésimo aviso a las elites de que el pueblo también existe y quiere ser oído. Mensaje que lleva demasiado tiempo cayendo en saco roto, como confirman las encuestas que sitúan al poder político entre las grandes preocupaciones de la ciudadanía. El fracaso de la utopía nihilista que vendió el neoliberalismo desde los ochenta, que la crisis de 2008 evidenció, ha sacado a la ciudadanía de la indiferencia.

En el actual momento de desconcierto, con contradicciones permanentes en un mundo soberanista a la búsqueda de la estrategia perdida, no cabe descartar que la ciudadanía diga que no sólo del proceso vive el hombre, y que el amarillo vuelva en las calles con otro mensaje. No es extraño que cada día haya más personas, aquí y fuera de aquí, que se pregunten ¿quién manda en la política catalana? Sencillamente porque, en el fondo prima la confusión sobre el camino a seguir, la resistencia a una evaluación objetiva de la situación y el miedo a decir lo que se piensa. Un estado mental en parte compartido por el gobierno español —prisionero también del temor a ser llamado traidor— que impide abrir una vía estable entre la izquierda española y el soberanismo catalán. Raros tiempos estos en que Pablo Iglesias es el único que mantiene una estrategia consistente para apagar los fuegos.

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Raros tiempos estos en que Pablo Iglesias es el único que mantiene una estrategia consistente para apagar fuegos

La situación del antiguo espacio convergente, un magma en el que conviven peligrosamente un partido y dos movimientos —la Crida y Junts per Catalunya—, una larga lista de candidatos potenciales a la alcaldía de Barcelona y dos presidentes, el legal y el carismático, es un fiel retrato del nivel de confusión general. Y todo ello con Esquerra en una paciente espera que si se alarga demasiado acabará desfigurándola. Si sigue el impasse entonces sí podría llegar una versión autóctona de los chalecos amarillos. Algún signo ha dado ya la calle.

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