A solas

Es algo que recomiendo a todos los que llegan aquí: conocer la ciudad uno solo

Llegué a Madrid hace ya seis años impulsada por una huida hacia delante. A veces, escapar es otra forma de protegerse, de convertir la tierra que queda entre medias en un océano amplio, donde la tormenta se mantiene al otro lado. Con la fuerza inocente de los veinte años, cuando uno cree que es posible llegar a la cima sin hundir antes los pies en el barro, terminé una historia que venía acompañándome un largo tiempo. Si lo hice o no, todavía lo pongo en duda. Pero no me importa. En muchas ocasiones, es esa ingenuidad, el olor a limpio de aquel tiempo, el que me devuelve a los sueños una vez despierta, a creer que se puede querer a alguien sin esperar nada a cambio.

De aquello aprendí que el amor nunca termina, que puede ser inagotable; los que nos desvanecemos somos nosotros al pisar el barro. Y no pasa nada, porque no siempre la cima es el final de la montaña.

Los primeros años en Madrid fueron cortos, apenas perceptibles. Los recuerdo como un todo. Pronto llegaría la nostalgia, los paseos a solas en mitad del tumulto, viajes en autobús de madrugada con destino a otras casas, la luz de las farolas cuando la ciudad se apaga: Madrid es preciosa cuando se hace de noche. Descubrí el placer de ir al cine sola sin que nadie cuestionara mi equilibrio; d...

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De aquello aprendí que el amor nunca termina, que puede ser inagotable; los que nos desvanecemos somos nosotros al pisar el barro. Y no pasa nada, porque no siempre la cima es el final de la montaña.

Los primeros años en Madrid fueron cortos, apenas perceptibles. Los recuerdo como un todo. Pronto llegaría la nostalgia, los paseos a solas en mitad del tumulto, viajes en autobús de madrugada con destino a otras casas, la luz de las farolas cuando la ciudad se apaga: Madrid es preciosa cuando se hace de noche. Descubrí el placer de ir al cine sola sin que nadie cuestionara mi equilibrio; de entrar en cafeterías con mesas individuales en las que gente, como yo, leía un libro, merendaba y regresaba a casa con el placer de la soledad elegida; de caminar con acierto por nuevos rincones, hallando las pistas que otros habían dejado para mí.

Sin duda, esa es una de las cosas que más me gustan de Madrid: la seguridad, vayas por donde vayas, de que siempre vas a encontrar algo nuevo, algo desconocido, algo extraño. Por eso no me importa vivirla a solas de vez en cuando, hacer de este lugar mi mapa del tesoro, mi barrera infranqueable, mi refugio intacto, una voz que grita “casa” cuando descubren mis escondrijos.

Es algo que recomiendo a todos los que llegan aquí: conocerla uno solo. Es una ciudad que es de todos sin ser de nadie. Es cierto, no me cabe duda, que no está hecha para todo el mundo: es muy complicado saber encontrar la calma en medio de los agobios y las prisas de una capital como esta, pequeña y grande al mismo tiempo, es igual de difícil que ser capaz de distinguir la nota que compone una melodía. Pero se puede. A mí me llevó un tiempo acomodar mi silencio a su ruido, encajar el paso lento del tiempo en un reloj que nunca duerme. Pero lo hice. Y lo que descubrí, lo que descubro, es un triunfo, es la cruz del mapa, es lo que se observa desde el punto más alto de la montaña.

En cierto modo, Madrid me ha reconciliado conmigo misma. Es la única ciudad del mundo en la que no me siento sola cuando me quedo sola.

Madrid me mata.

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