Crónica

El hombre de Laramie

Es más fácil reducirlo todo a un duelo entre buenos y malos sin relatos morales que analicen si el fin ha justificado los medios

En el plato, los restos de un T-bone casi crudo y de una excesiva ración de boniato frito. La cena había transcurrido distendidamente hablando de Trump un año después. Sin voluntad de empatizar pero con ganas de entender, escuchaba la tesis de mi interlocutor acerca de lo que él denomina una “destrucción creativa”. El magnate reconvertido en político es un mal necesario. Él puede ser el impulsor del caos del que ha de salir el orden imprescindible. Un orden basado en la esencia de los Estados Unidos hoy corrompida por un establishment que tiene secuestrado el sistema y del qu...

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En el plato, los restos de un T-bone casi crudo y de una excesiva ración de boniato frito. La cena había transcurrido distendidamente hablando de Trump un año después. Sin voluntad de empatizar pero con ganas de entender, escuchaba la tesis de mi interlocutor acerca de lo que él denomina una “destrucción creativa”. El magnate reconvertido en político es un mal necesario. Él puede ser el impulsor del caos del que ha de salir el orden imprescindible. Un orden basado en la esencia de los Estados Unidos hoy corrompida por un establishment que tiene secuestrado el sistema y del que forman parte los medios de comunicación tradicionales en excesiva connivencia con las maquinarias de los dos grandes partidos. Un mantra repetido hasta la saciedad por uno de los dos bloques en los que se ha dividido un país que vive tan inmerso en la visceralidad galopante como el nuestro.

Los paralelismos eran demasiado fáciles para obviarlos mentalmente. Y en estas, llegó la sugerencia: “Y ahora hábleme usted de lo que pasa en su país”. Amparándome en lo genérico para esquivar lo concreto, el sabueso que tenía delante no se dio por satisfecho. El hombre de Laramie quería más porque no entendía que en el siglo XXI una de los motores más productivos de la Unión Europea quisiera salir de ella. No le cuadraban las cuentas ni lo consideraba lógico. Le faltaban elementos, acostumbrado como estaba a investigar sobre el terreno y por los métodos más sofisticados las conspiraciones más oscuras. Lo poco que había conseguido saber previamente de él le vinculaba a un pasado muy viajado, especialmente por la América Latina más compleja, para cumplir con los servicios más arriesgados.

Se lo pregunté cuando evitó sentarse de espaldas a la entrada del restaurante. Se hizo el sorprendido. Estar de cara, contestó, le había salvado la vida diversas veces. Sonrió e insistió. La cuestión catalana había llegado a Wyoming. Ahora sí que el mundo nos mira y no cuando Artur Mas se lo quería creer. Han tenido que pasar muchas cosas, demasiadas y no siempre agradables ni comprensibles a ojos de los observadores, para que Cataluña esté en el mapa internacional. Y la falta de lógica política complementada con la eficacia de la intoxicación de la propaganda ha desdibujado las razones del corazón que la razón no entiende. Aflorando los detalles escondidos debajo de los brochazos, el fresco fue adquiriendo una dimensión distinta para mi entrevistador hasta que sacó sus propias conclusiones. Siguiendo con su habilidad, eludió concretarlas pero aplicó su teoría sobre “Trump y la destrucción creativa” a lo que nos ocupa en esta parte del Mediterráneo.

El tiempo dará respuesta a su especulación. Allí y aquí. De momento estamos a menos de una semana de las elecciones más complejas convocadas en las circunstancias más discutidas y de las que las encuestas dibujan unos resultados que posiblemente serán los más sorprendentes. Nada puede darse por sentado cuando más de un millón de electores dice no haber decidido todavía su candidatura. Nada puede considerarse cantado cuando el victimismo de unos, la arrogancia de otros y la incomodidad de los terceros pesarán en la balanza personal e intransferible de cada ciudadano dispuesto a participar como nunca hasta ahora según se advierte demoscópicamente. Nada será fácil pues, el día después. Cuando se inicie la tercera temporada de la serie que venimos sufriendo más que aplaudiendo y que nos tiene sedientos de argumentos más plausibles y menos estrambóticos.

Sabemos de la creatividad del surrealismo, de su impacto cultural e incluso de la diversión puntual que genera en el espectador pero ignorábamos que íbamos a instalarnos en él sin que nadie nos hubiera entregado un manual de instrucción ni facilitado el diccionario imprescindible para traducirlo a lo cotidiano. Un hábito obligatorio e instintivamente adaptado a las variables que creíamos superadas con esmero, paciencia y trabajo. La economía nuevamente castigada, la calle insólitamente mustia, los amigos desconcertantemente alejados, la vida tristemente alterada.

Es la consecuencia de los dos bloques que se han querido imponer cuando la realidad, mucho más severa, sabe que las grandes diferencias también acechan a los integrantes de cada uno de ellos y que eso será lo que marcará las negociaciones posteriores. Pero aunque falaz, es más fácil reducirlo todo a un duelo entre buenos y malos sin relatos morales que analicen si el fin ha justificado los medios. Así sucedía en los western clásicos del que El hombre de Laramie (1955) es una referencia. James Steward, dirigido por Anthony Mann, quería saber quién le vendió las armas a los apaches que asesinaron a su hermano. Fue uno de las primeras películas del género filmada en Cinemascope. La pantalla ampliada. Acabada mi particular proyección del contencioso, mi interlocutor pidió una bolsa y se llevó los restos de la cena que había pagado yo.

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