CRÍTICA MUSICAL

Fábrica de ‘riffs’

El dúo británico se basta para incendiar el WiZink con una hora de pasión, sudor y decibelios

"¡Uy, tapones!", exclamaba un aficionado veterano y curtido en mil conciertos según se apagaron las luces este domingo y aparecieron esas dos fieras corrupias que se hacen llamar Royal Blood por el escenario del WiZink Center. No les falta de nada a estos dos jovencitos de Brighton para prender la llama desde el acorde primerísimo y alborotar a un recinto absolutamente excitado, aunque fuera en el formato Ring para 3.000 espectadores. Y sí, es cierto: lo mejor que se puede decir de Mike Kerr y Ben Thatcher es que suenan como cuatro o cinco. Y lo único malo, que dos personas son pocas para ofre...

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"¡Uy, tapones!", exclamaba un aficionado veterano y curtido en mil conciertos según se apagaron las luces este domingo y aparecieron esas dos fieras corrupias que se hacen llamar Royal Blood por el escenario del WiZink Center. No les falta de nada a estos dos jovencitos de Brighton para prender la llama desde el acorde primerísimo y alborotar a un recinto absolutamente excitado, aunque fuera en el formato Ring para 3.000 espectadores. Y sí, es cierto: lo mejor que se puede decir de Mike Kerr y Ben Thatcher es que suenan como cuatro o cinco. Y lo único malo, que dos personas son pocas para ofrecer una mínima variedad, aunque estos dos veinteañeros se las apañan asombrosamente bien para que su docena y media de trallazos discurrieran en un suspiro.

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Los méritos son compartidos, pero se hace imposible no cargar las tintas sobre la figura de Kerr, líder chuleta y fotogénico, amante de las posturas de póster y las sonrisas cómplices con su camarada, cantante poderoso y, sobre todo, instrumentista privilegiado: si es difícil cantar y tocar a la vez el bajo, mucho más se antoja que este suene simultáneamente como bajo y guitarra. El joven de los ricitos castaños lo consigue todo con una naturalidad pasmosa, tal que si aún le sobrasen algunos dedos, mientras que como vocalista solo precisa del respaldo muy ocasional, o más bien testimonial, de las dos coristas de la banda.

Debe de sentirse poderoso Kerr al saberse responsable superlativo y casi único de que la multitud alce brazos y corazones y bordee el éxtasis de manera reiterada durante más de una hora. Pero el gran secreto de Royal Blood consiste en su habilidad para comportarse como una inagotable fábrica de riffs, esos fraseos rápidos que, como destellos demoledores, provocan en la pista un masivo ejercicio de air guitar. El mástil y el poder radican en el tipo que activa incendios de las dimensiones de Little Monster, Lights Out, Loose Change o I Only Lie When I Love You, que además nace en estribillo y provoca un delirio instantáneo.

Tendemos a pensar en Royal Blood como la respuesta británica a The White Stripes, por aquello de que hay coincidencia en la fórmula de dúo, pero no desdeñemos las ambiciones de estos ingleses para destronar a Muse (que solo son tres, o cuatro) ni los muchos discos que habrán escuchado de Black Sabbath, por lo que vuelve a desprenderse de su reciente y estupenda segunda entrega, How Did We Get So Dark? Mike Kerr exclamaba anoche que sentía su cerebro "como un plato de huevos revueltos" de divisar a tanta gente delante del escenario. No se fíen: la pareja aspira a mucho más. Y no parece disparatado intuir que lo conseguirá.

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