Opinión

Revalorizar la militancia

Los militantes, antaño esencia de los partidos políticos, se han convertido en seres ignorados y repudiados. La sociedad los percibe, en el mejor de los casos, como bichos raros o ‘frikis’

Si bien se podría llegar a afirmar que los partidos políticos están en crisis desde el mismo momento de su aparición, tras la transformación del Estado liberal en democracia política y el desarrollo del parlamentarismo, actualmente están en una fase de alarmante decadencia. Un simple examen de las fuerzas políticas que configuran nuestro sistema de partidos permite certificar que en el seno de las estructuras partidistas no hay actividad militante, ni debate político, ni reflexión ideológica, ni democracia interna. Y es precisamente en plena campaña electoral, en teoría el período de máxima ac...

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Si bien se podría llegar a afirmar que los partidos políticos están en crisis desde el mismo momento de su aparición, tras la transformación del Estado liberal en democracia política y el desarrollo del parlamentarismo, actualmente están en una fase de alarmante decadencia. Un simple examen de las fuerzas políticas que configuran nuestro sistema de partidos permite certificar que en el seno de las estructuras partidistas no hay actividad militante, ni debate político, ni reflexión ideológica, ni democracia interna. Y es precisamente en plena campaña electoral, en teoría el período de máxima actividad interna y de ebullición de ideas, cuando la degeneración de los partidos es más palmaria.

Los militantes, antaño esencia de los partidos políticos y potentes correas de transmisión de su ideario, se han convertido en seres ignorados, despreciados y repudiados. La sociedad los percibe, en el mejor de los casos, como bichos raros o frikis del activismo político, pero también como individuos irreflexivos que actúan adiestrados y manipulados por sus formaciones. Internamente, los militantes se han convertido en sujetos altamente peligrosos porque pueden delatar, con conocimiento de causa, la hipocresía ideológica y la demagogia discursiva de la mayoría de los partidos. Las cúpulas partidistas prefieren al afiliado, que solo se dedica a pagar religiosamente —o no— una cuota, que al militante, que asiste a las reuniones, participa y opina; mejor la distancia inocua del cotizante que la proximidad inquietante del militante.

Cuando el militante se compromete, dice lo que piensa y contradice los planteamientos oficiales, puede llegar a ser un gran estorbo para los dirigentes. En este caso suele haber dos reacciones: comprar su silencio a través de la cooptación para ocupar determinados cargos o, en caso de mostrarse insobornable, arrinconarlo como si fuera un apestado hasta liquidarlo por extenuación o por aburrimiento. Los partidos suelen premiar la lealtad perruna y castigar la discrepancia reflexiva, aunque se base en argumentos consecuentes con los principios ideológicos de la formación.

Los militantes también constatan, incrédulos y resignados, como sus partidos incluyen a personajes independientes de todo pelaje en las listas electorales. Los partidos, más preocupados por la ganancia de votos que por su utilidad social, prefieren presentar candidatos mediáticos como reclamo electoral. Con la excusa de la conexión con la ciudadanía y la regeneración política, las candidaturas se nutren de un hatajo de oportunistas legos en política y prescinden de la formación y el compromiso de militantes que llevan años trabajando para el partido. Se trata de aparentar para conseguir el poder, de anteponer la simbología al pensamiento, las declaraciones a las reflexiones, los 140 caracteres a la disertación. Los partidos están obsesionados por seguir las premisas del marketing electoral y de la comunicología, aunque sea a costa de sacrificar la ideología y los militantes que la cultivan.

En los partidos políticos no hay debates ideológicos internos entre la militancia y los dirigentes, y los militantes ya no contribuyen a estudiar y organizar la acción política para lograr los objetivos del ideario del partido. Todo se deja en manos de la dirección o, peor aún, de los llamados spin doctors, que en muchos casos actúan como si vendieran detergentes. Sin duda, es más sabia y elocuente la opinión de los viejos militantes que la charlatanería y las palabras vacías de la mayoría de asesores de comunicación. Los programas ya no son fruto de profundas argumentaciones de militantes especializados en determinados ámbitos sectoriales sino que son un cúmulo de ambigüedades que no definen modelos de cambio social, institucional y sistémico. Los congresos o asambleas generales del partido ya no sirven para discutir y acordar las directrices políticas entre la militancia, y solo son un espejismo de democracia interna para que los militantes se sientan reconfortados. La planificación de proyectos políticos se ha substituido por la improvisación que impone el trivial espectáculo mediático de la política.

Muchos piensan que hay que reinventar los partidos políticos, pero pocos reconocen la importancia de la labor del militante como pieza esencial para vivificar la organización y alimentar el ideario de la formación. La mejor regeneración de los partidos políticos pasa por recuperar al militante como creador de ideas y propuestas para transformar la sociedad, y como transmisor de una cultura política que permita recuperar la confianza en los partidos como instrumentos para la participación política.

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Jordi Matas Dalmases es catedrático de Ciencia Política de la UB.

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