Opinión

La mala pronunciación

Los intelectuales españoles unidos bajo el signo de la desfachatez hablan de racismo cultural, de apartheids lingüísticos y de otras sandeces que quizás deberían aplicarse a sí mismos y a sus jóvenes discípulos

Estoy en un bar de Banyoles y escucho a un señor que habla por teléfono. Su acento y su léxico al sur del Ebro. Cuando cuelga, su voz recorre el espacio que separa Móra d'Ebre de Banyoles. Al cabo de cinco minutos, su fonética se ha camuflado. Reconozco la sensación y la imagen, que es paralela a la que recorro desde Saidí a Olot. Es involuntario, el acento se va acomodando, el lo aparece y desaparece y el léxico cambia porque si digo que alguien es maixanten Olot, nadie sabe a qué me refiero. Con el léxico y la gramática lo tenemos fácil, basta observar cómo la lengua trata de mimeti...

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Estoy en un bar de Banyoles y escucho a un señor que habla por teléfono. Su acento y su léxico al sur del Ebro. Cuando cuelga, su voz recorre el espacio que separa Móra d'Ebre de Banyoles. Al cabo de cinco minutos, su fonética se ha camuflado. Reconozco la sensación y la imagen, que es paralela a la que recorro desde Saidí a Olot. Es involuntario, el acento se va acomodando, el lo aparece y desaparece y el léxico cambia porque si digo que alguien es maixanten Olot, nadie sabe a qué me refiero. Con el léxico y la gramática lo tenemos fácil, basta observar cómo la lengua trata de mimetizarse con el entorno. A la fonética hay que darle de comer aparte. Mis es neutras son, a pesar del tiempo transcurrido, un tanto inseguras y vacilantes.

Nada que no veamos en todas partes. Una niña ucraniana a la que di clases me preguntó por qué una niña china decía pomes, con la e cerrada, si ella decía pomes, con la neutra, así que si encuentran algún adolescente punjabi por Olot que tenga acento de Lleida, ya saben, échenme la culpa. En general, los hijos de los gambianos de Olot y Banyoles no dirán jamás aulives. Son formas de hábito, la misma normalidad por la que no nos sorprenden los acentos árabe, indio o ruso en el inglés.

De hecho, son formas de normalidad que afectan también al castellano. Por suerte, nos hemos ido alejando del país de Doña Croqueta, aquella dama inglesa que acompañaba a un paisano local y cuyo castellano provocaba la risa de una España que no sabía otro idioma que el suyo. Al otro lado, el español de Manuel, camarero de hotel de la serie Fawlty Towers, era objeto de todo tipo de chanzas. Eran los setenta y cualquiera que se aloje en un hotel londinense podrá comprobar que ese humor ha caducado.

A pesar de todo, hay barreras que no se levantan, o que nos las fían tan largo que es desesperante. Me refiero a la eterna barrera de la fonética en España. Las simpatías que despierta el acento andaluz o el respeto temeroso, atávico y telúrico, que se siente por el deje vasco se convierten en barreras con los acentos gallego y catalán. Las redes son un magnífico campo de trabajo, el gallego es visto en no pocas ocasiones como una excentricidad de pueblo, pero lo del catalán solo se puede describir como rechazo.

Ese rechazo se renueva cada vez que aparece la lengua en medios de comunicación estatales, sea en una entrevista al presidente Puigdemont, sea que se cuela una conversación en directo o en tantísimas ruedas de prensa de entrenadores. Pero eso es solo la punta del iceberg. Superados los prejuicios de piel y el resto de signos que nos diferencian, lo que queda es lo que no se puede cambiar, la lengua y más concretamente, la fonética.

Hace noventa y nueve años que Julio Camba describía las dificultades de comprensión que generaba el acento: “A todos los españoles suele indignarnos mucho el que los catalanes hablen catalán. Hay algo, sin embargo, que nos indigna más todavía, y es el que hablen castellano”. Ha pasado un siglo y España sigue anclada en el mismo prejuicio, traduciendo en las teles y radios, ni que fuese checo. Sería injusto decir que no se ha movido, tanto como falsear la realidad y decir que el ancla no existe. En última instancia, para el ministro Wert, españolizar a los niños catalanes era quitarles las vocales abiertas. Se acordó del acento de Vic del niño de Pa negre en la gala de los Goya como hace poco se recordaba el acento de Puigdemont en las televisiones estatales.

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Por mucho menos, los intelectuales españoles unidos bajo el signo de la desfachatez hablan de racismo cultural, de apartheids lingüísticos y de muchas otras sandeces que quizás deberían aplicarse a sí mismos y a sus jóvenes y voluntariosos discípulos. El metro de platino iridiado de la lengua lo siguen teniendo el Estado y sus acólitos. Quieren que nos rijamos por ese kilometrocerocentrismo fonético que se ha mantenido hermético a cualquier tipo de lengua que no sea la buena, la oficial, el castellano, español por antonomasia. No falta quien recomienda que lo mejor es no levantar la voz, que mejor sin manifiestos, que nuestro mal no quiere ruido. Vaya, que mudos todavía tenemos pase.

Por cierto, por maixant, se entiende malo, avieso? la etimología nos lleva al francés antiguo, hoy méchant? y el artículo de Camba se titulaba La tragedia del catalán.

Y ahí estamos.

Francesc Serés es escritor.

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