Opinión

Seis palabras

Lo ocurrido tras el 20-D plantea la necesidad de reformar el artículo 99.5 de la Constitución para que el plazo para formar gobierno comience a contar al día siguiente de las elecciones

De la experiencia se aprende. Lo constatamos una vez más en este tortuoso proceso de investidura del que ignoramos aún cómo acabará. Pero ya podemos obtener un estímulo para llevar a cabo una pequeña reforma constitucional en la que nadie había pensado. En efecto, el apartado 5 del artículo 99 de la Constitución establece: “Si trascurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso”. 

A tres meses...

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De la experiencia se aprende. Lo constatamos una vez más en este tortuoso proceso de investidura del que ignoramos aún cómo acabará. Pero ya podemos obtener un estímulo para llevar a cabo una pequeña reforma constitucional en la que nadie había pensado. En efecto, el apartado 5 del artículo 99 de la Constitución establece: “Si trascurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso”. 

A tres meses y medio de las pasadas elecciones, aún no tenemos ni Presidente ni Gobierno, y aún faltan unas tres semanas para que el Rey, por imperativo constitucional, esté obligado a disolver las cámaras y convocar elecciones —no puede hacerlo antes— para que, de acuerdo con lo plazos legales, se celebren casi dos meses después. En total, habremos estado más de siete meses con el Gobierno en funciones, con el riesgo de prolongarse de nuevo el proceso si resulta complicado proceder a otra investidura.

Este panorama nos hace pensar que, aparte de la responsabilidad de los partidos al no facilitar que se llegue a acuerdos, también el diseño institucional que establece la Constitución es inadecuado. En efecto, el punto crucial está situado en los dos meses de plazo establecidos en el artículo mencionado se cuentan “a partir de la primera votación de investidura”. Si esta se retrasa —como ha sido el caso, al rechazar Rajoy ser candidato y fijar el presidente del Congreso un período quizás excesivamente largo para que se presentara Pedro Sánchez a la sesión de investidura— los tiempos se dilatan de tal manera que el comprensible desánimo y aburrimiento de los ciudadanos contribuye, una vez más, al descrédito de los políticos y al desprestigio de la política. El bipartidismo tiene defectos pero, como todo, también virtudes: eso no sucedía. 

Así pues, con la actual redacción del artículo 99.5 de la Constitución no se puede impedir jurídicamente que los partidos abusen de los plazos. Pero con una pequeñísima reforma del citado precepto, este abuso podría limitarse de forma muy razonable. Solo se trataría de sustituir el inciso que ahora dice “a partir de la primera votación de investidura” por otro que, por ejemplo, dijera “a partir del día siguiente de las elecciones”.

Con este sencillo cambio se hubiera forzado a los partidos a intentar formar mayorías antes del 21 de febrero y, si no lo hubieran logrado, las elecciones se habrían celebrado 54 días después de acuerdo con el plazo establecido en la actual ley electoral, plazo éste que también se podría acortar a treinta ya que así lo permite la Constitución. En todo caso, con una reforma de este tipo, suponiendo que ningún candidato hubiese logrado la investidura, y manteniendo la ley electoral tal como está ahora redactada, ya estaríamos estos días celebrando elecciones. Si se hubiese reducido a 30 días el plazo legal de convocatoria, las habríamos celebrado hace más o menos tres semanas.

En conclusión: cambiar seis palabras de la Constitución nos habría ahorrado este inútil calvario. Porque, desengañémonos, los plazos son para apurarlos, los políticos no son distintos de la mayoría de los seres humanos, cuanto más tiempo nos dan, más tardamos en hacer las cosas. Por tanto, no por alargar los plazos resulta más fácil la investidura. Al contrario, se complica mucho más. Sucedió en Cataluña hace unos meses, ahora está pasando lo mismo en Madrid. Todos esperan al último momento. Los partidos hubieran empezado a negociar inmediatamente si no hubieran tenido el cómodo colchón de que los dos meses no se empezaban a contar hasta que algún candidato se prestara a ser investido. Si Sánchez no hubiera aceptado el reto, se hubiera tenido que forzar la interpretación del artículo 99.5 para alcanzar una solución razonable que pusiera fin a un proceso que no puede ser indefinido. Si bien ha fracasado, como era previsible, en su empeño de acordar la investidura con Podemos, eso al menos hay que agradecerle.

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Coda final. Quizás debamos ir haciendo modificaciones constitucionales mínimas, simples retoques sencillos de aprobar, para mejorar el funcionamiento de las instituciones, sin esperar a la gran y complicada reforma que nunca llega y cada vez aparece más lejana e irreal. Estas seis palabras del art. 99.5 son un buen ejemplo.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.

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