Opinión

Buenas viejas ideas

Zapatero encargó hace diez años un estudio sobre la reforma de la Constitución. Ahora es casi una fatalidad asumida, pero ningún partido está dispuesto a liderarla

La muerte de Francisco Rubio Llorente ha dado ocasión a que diversos amigos y colegas hayan recordado la existencia de un estudio dirigido por él y encargado en 2004 por Rodríguez Zapatero con la vista puesta en una reforma controlada de la Constitución. Ahí sigue desde hace más de diez años. Por una vez la intuición política de un nuevo gobierno socialista y la mejor solvencia profesional se dieron la mano transitoriamente, aunque se abandonasen en seguida. Muy poco antes de morir, hace apenas unos meses, lo recordaba el mismo Rubio Llorente en un artículo en Claves.

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La muerte de Francisco Rubio Llorente ha dado ocasión a que diversos amigos y colegas hayan recordado la existencia de un estudio dirigido por él y encargado en 2004 por Rodríguez Zapatero con la vista puesta en una reforma controlada de la Constitución. Ahí sigue desde hace más de diez años. Por una vez la intuición política de un nuevo gobierno socialista y la mejor solvencia profesional se dieron la mano transitoriamente, aunque se abandonasen en seguida. Muy poco antes de morir, hace apenas unos meses, lo recordaba el mismo Rubio Llorente en un artículo en Claves.

De eso hace más de diez años. Todavía no habíamos vivido ni por asomo la ventolera de la crisis —que fue inocultable desde 2008—, aunque sí habíamos vivido la sorpresiva reclamación de un nuevo Estatuto de Cataluña por parte del tripartito y particularmente su presidente, Pasqual Maragall. La agitación de entonces se nos ha olvidado hoy pero fue frenética y tan desgastante que el referéndum para la aprobación del Estatut tuvo una participación bajísima, en torno a la mitad del censo, e inequívocamente ilustradora del desafecto que su tramitación y debate había causado dentro de Cataluña. Todavía quedaba la tramitación exterior, el cepillo de Guerra, la campaña callejera del PP y la sentencia de un Tribunal Constitucional con varios de sus miembros en fase de descuento.

Mi sensación es que vuelve a eclipsarse en el debate público ese plan de reforma de algunos elementos estructurales de la España de 1978. Parece seguir siendo charla de pasillos y sobremesas antes que de mesas y ponencias, comisiones y jornadas públicas, como si asomarse a ese horizonte produjese de golpe un vértigo de magnitud sideral. Lo que asombra más, sin embargo, es que forme parte a la vez de las convicciones tácitas, o casi ya de las fatalidades asumidas, y pese a eso ningún partido político fuerte esté dispuesto a liderarla como proyecto potente de futuro, más allá del corto plazo y más allá también del cálculo electoral.

¿No es el momento aún? A Rubio Llorente se lo pareció hace ya una década, cuando todavía no habíamos vivido la plaga justificada de desconfianza hacia la probidad de las instituciones. Pero la sintomatología de una crisis profunda y hasta las pruebas de disfunciones graves del sistema de partidos y su colonización del Estado en todos los niveles estaba ya ahí: formaba parte del discurso gris, invisible, de algunas élites intelectuales y políticas muy bien informadas. Javier Pradera dejó sin publicar hace veinte años un ensayo titulado Corrupción y política. Los costes de la democracia (editado el pasado año en Galaxia). Contiene una demoledora anatomía, precoz y fulminante, de los métodos de corrupción política favorecidos o no abortados por la democracia española, e insinuaba sin vacilaciones que en ningún caso iban a ser los propios partidos quienes hallasen los métodos para extirpar la lacra.

En los últimos años hemos vivido la evidencia de que no iban a ser los partidos quienes se animasen a desatascar “los fenómenos de esclerosis partidista” que habían vivido ni iban a suspender los “acuerdos endogámicos entre ellos para proteger sus intereses corporativos”. Y sin embargo, las cosas parecen haber cambiado por su cuenta, incluso en alguna medida ha cambiado el partido socialista. Hasta ha cambiado el Parlamento, por mucho que la Mesa del Congreso haya colocado en el centro a Ciudadanos y relegado en el gallinero a los diputados de Podemos, una decisión después rectificada. Ha sido el efecto de lo que Pradera no pudo llegar a prever cuando escribía su libro en torno a 1996. Una mezcla de nuevas generaciones, cultura política íntegramente democrática, crisis económica y nuevas exigencias contra la desigualdad ha puesto patas arriba el sistema clásico pero no ha creado, todavía, las condiciones para evitar la reproducción de sus males, más allá de la buena fe y las buenas intenciones.

No es fácil saber la causa por la que Pradera dejó inédito su libro. Pero más difícil es saber por qué ese diagnóstico de alucinante vigencia ha tenido tan escasa resonancia en los medios y ha seguido tan ausente de los debates. No sería disparatado pensar que en las actuales negociaciones pudiera ofrecer parte de las bases metódicas y analíticas para atacar el problema con credibilidad y consistencia, sin apelar retóricamente a cerrojazos tremebundos y sin que asome tampoco el mantra del liquidacionismo democrático de los nuevos partidos.

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Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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