Opinión

Un catalanismo políticamente incorrecto

Algunos echamos en falta aquel catalanismo hispánico, no como identidad propia, sino como vía de integración

El paradigma del catalanismo hispánico queda fuera de lugar en el escenario de ficción al que ha llegado Artur Mas. No vemos que las instituciones públicas propongan modos de integrar la pluralidad, en los que minorías y mayorías se sientan representadas. La mayoría indestructible que Artur Mas pedía para su plan secesionista ahora no sabemos si es mayoría o minoría. Desde la perspectiva democrática, el dilema actual para los ciudadanos es si convienen más unas elecciones adelantadas o componer una nueva mayoría para llegar al final de la legislatura.

Puede intuirse que el panorama se a...

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El paradigma del catalanismo hispánico queda fuera de lugar en el escenario de ficción al que ha llegado Artur Mas. No vemos que las instituciones públicas propongan modos de integrar la pluralidad, en los que minorías y mayorías se sientan representadas. La mayoría indestructible que Artur Mas pedía para su plan secesionista ahora no sabemos si es mayoría o minoría. Desde la perspectiva democrática, el dilema actual para los ciudadanos es si convienen más unas elecciones adelantadas o componer una nueva mayoría para llegar al final de la legislatura.

Puede intuirse que el panorama se aclara. Aún así todavía resulta políticamente incorrecto expresar una gran confianza en el futuro de Cataluña y de España. Ni es conveniente recordar que España no es un simple organismo administrativo o político-administrativo, sino un hecho histórico sólido, un conjunto de vivencias colectivas, una realidad entrañable. Según el mantra secesionista, ni tan siquiera tiene sentido decir que para un buen número de catalanes, la españolidad pasa previamente por la catalanidad. La idea del catalanismo hispánico ha sido tan anatemizada que se la ignora como si fuera un fósil.

También es incorrecto decir que a Cataluña le interesa la estabilidad española, el progreso español, porque cuanto más progreso haya en España, hay más estabilidad y más capacidad de entendimiento. No es menos incorrecto aspirar a una mejor financiación autonómica, porque ahora lo que parece más providencial es la independencia. Y aún es menos correcto referirse a la concepción hispánica de Vicens Vives o de Narcís Feliu de la Penya. Menos lo es invocar la Sepharad de Espriu.

El catalanismo hispánico admitía que España tenía capacidad para ser un país importante, prestigioso y respetado, y además con capacidad de progreso interior, en su vida interna, un país bien incorporado a Europa y con gran influencia en América Latina. De hecho, aquel catalanismo hispánico —hoy presuntamente obsoleto— defendió que todos debíamos salir adelante a través de Europa. Era todo lo contrario de lo que significaría una secesión cuya primera consecuencia sería una Cataluña sin ubicación en la Unión Europea.

Algunos echamos en falta aquel catalanismo hispánico, no como identidad propia, sino como vía de integración, como la posibilidad de que la Constitución de 1978 fuese la de toda España. Es más, consistía en dar por hecho que existía un interés general, de Cataluña y de España, que la Constitución era una gran piedra de toque, como lo fue asegurar el éxito de la transición democrática, consolidar la democracia y contribuir la gobernabilidad de España. La idea fue que la Constitución de 1978 era el texto que el país podía asumir mejor y a la vez, desde el punto de vista autonómico, era un texto abierto que permitía progresos ulteriores.

Esta formulación del catalanismo hispánico no es excéntrica. Es, según citas literales de sus intervenciones públicas, lo que decía Jordi Pujol como presidente de la Generalitat. Con esta formulación el catalanismo hispánico tuvo presencia en la redacción constitucional, un peso notable en la época de la UCD, influencia innegable en el felipismo y luego fue parte muy activa en los pactos del Majestic con el gobierno de Aznar. Y es con ese paradigma de catalanismo que se urdió la Operación Reformista y con la que Pujol gobernó Cataluña largamente y en buena manera a su antojo.

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Ahora vemos otro Pujol, y todavía no tenemos el retrato completo, pero entonces se iba a Sevilla o Madrid para explicar las virtudes del consenso hispánico que eran las virtudes de la moderación. Acabado el ciclo político pujolista, Zapatero le brinda un nuevo estatuto al tripartito de Pasqual Maragall. Y como desenlace, el retorno de CiU al poder queda encarnado por un Artur Mas que un bien día decide surfear en la cresta de una manifestación que ni tan siquiera fue cuantificada. Consecutivamente, Pujol iba diciendo que los pactos, el consenso, en fin el catalanismo hispánico ya carecían por completo de sentido.

De Pujol luego hemos sabido lo que hemos sabido, pero lo cierto es que —según prueban las citas anteriores— él fue en buena parte un continuador del catalanismo hispánico que esbozó Francesc Cambó. Muy posiblemente aspiraba a una Cataluña cada vez más desvinculada de España, pero se mantuvo en las tesis del catalanismo clásico. No fue un seguidor de Macià ni de Companys. Eso sí, prohijó la ERC de Heribert Barrera para mermar a la izquierda entonces tan potente, y desde luego, para nada secesionista. El mismo Pujol apoyó la idea de Miquel Roca al proponer el Partido Reformista. La intención —dijo luego Pujol— era dotar a España de una fuerza de centro, progresista y europeísta, con todas las debidas connotaciones de política económica y social, y por supuesto favorable a la autonomía. El Pujol hoy bajo investigación decía estas cosas en 2003, en la sede del Colegio de Abogados de Madrid. Después, sin muchos argumentos, acabó dando por fallido aquel catalanismo que tanto había practicado. Un enigma pujolista más.

Valentí Puig es escritor.

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