Opinión

El juego de los contrastes

El quinteto barcelonés exhibe un pletórico menú de recursos, desde la intelectualidad al costumbrismo y la psicodelia

Hacía tiempo que los barceloneses Mishima no se dejaban ver por la capital, circunstancia extraña para un quinteto que ha hecho de lo atípico su verdadera carta de naturaleza. Por eso su visita del jueves por el Teatro Lara no sirvió tanto para presentar su espléndido séptimo trabajo, ‘L’ànsia que cura’, sino como excusa ante un reencuentro anhelado. Y puede que hubiera una pizca de ansiedad en la propia banda, que arrancó algo agarrotada para deslizarse hasta un pletórico final de complicidades, casi de radiante felicidad.

Son ya 15 años de andadura y no deja de sorprender la ...

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Hacía tiempo que los barceloneses Mishima no se dejaban ver por la capital, circunstancia extraña para un quinteto que ha hecho de lo atípico su verdadera carta de naturaleza. Por eso su visita del jueves por el Teatro Lara no sirvió tanto para presentar su espléndido séptimo trabajo, ‘L’ànsia que cura’, sino como excusa ante un reencuentro anhelado. Y puede que hubiera una pizca de ansiedad en la propia banda, que arrancó algo agarrotada para deslizarse hasta un pletórico final de complicidades, casi de radiante felicidad.

Son ya 15 años de andadura y no deja de sorprender la teatralidad en los movimientos de David Carabén, el vestuario negro y el porte casi trovadoresco, esa voz profunda a la que cuesta un rato habituarse. Pero lo más llamativo es el contraste entre la intelectualidad de la propuesta, su saludable carácter conceptual y ambicioso, con un sonido que en directo brota natural y crudo, poco profundo y sin reverberaciones: como extraído directamente del local de ensayo. Ese juego de contrastes constituye uno de los principales encantos en una banda que es capaz de conjugar estrofas casi recitadas con estribillos coreados (‘El camí més llarg’), alternar la poesía conceptual con la sensualidad a flor de piel (‘Llepar-te’), introducir un piano enloquecido en ‘La tarda esclata’ para a renglón seguido (‘Un tros de fang’) verter tenues notas sueltas, como gotas de lluvia.

Así son las cosas en el sugerente universo Mishima, un grupo de estribillos más bien comedidos que sabe incurrir en la euforia (‘Miquel a l’accés 14’), insertar irresistibles coros en falsete o permitirse aullidos compartidos con el patio de butacas en ‘Tot torna a començar’. El suyo es un Mediterráneo boyante y poco predecible, que se asoma en ‘Els vells hippies’ a ese costumbrismo socarrón tan en boga por tierras catalanas (Manel, Els Amics de les Arts) pero puede evocar también a los padres de la canción: la deliciosa ‘El corredor’ sonaba como un Serrat ‘indie’, a una ‘Fiesta’ tamizada por unos teclados psicodélicos. Y algo parecido le sucede a ‘L’olor de la nit’, que tendría corte clásico de no haber sido convenientemente ‘mishimizada’.

Hay mucha tela que cortar en los conciertos de Mishima, abundantes elementos que filtrar en la memoria: algunos cambios de ritmo y estructuras intrincadas le guiñan el ojo al rock sinfónico y la manera en que Dani Vega arrastra las cuerdas de su guitarra en ‘La teva buidor’ solo se concibe desde la admiración por Richard Thompson. Hay alusiones culturetas (esa Lampedusa silabeada en ‘Mentre floreixen les flors’) y señores que anhelan fornicar a toda costa, como los ‘hippies’ antes mencionados. Y hay, sobre todo, un grupo que después de tres lustros parece ansioso por seguir contándonos cosas. Quizás esa sea la ansia curativa a la que aluden en su última entrega.

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