Opinión

En el espejo de Europa

El signo de alarma para la democracia tiene dos caras: la abstención como respuesta y el populismo como oferta ideológica

El sofisticado sistema de alarmas de las democracias complejas parpadea desde hace mucho tiempo y desde muchos pilotos a la vez, a veces al borde de la incontinencia. Demasiados parapadean aceleradamente, o incluso histéricamente. Las elecciones europeas del domingo último han ofrecido un variado repertorio de esas alarmas, señales que la ciudadanía emite hacia la clase política sin que haya lectura simple de esas señales. Incluso algunas resultan desconcertantes, como el fenómeno mismo de Podemos, sus tres meses de existencia y su novedosa aportación de ser intruso sistémico contra el sistema...

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El sofisticado sistema de alarmas de las democracias complejas parpadea desde hace mucho tiempo y desde muchos pilotos a la vez, a veces al borde de la incontinencia. Demasiados parapadean aceleradamente, o incluso histéricamente. Las elecciones europeas del domingo último han ofrecido un variado repertorio de esas alarmas, señales que la ciudadanía emite hacia la clase política sin que haya lectura simple de esas señales. Incluso algunas resultan desconcertantes, como el fenómeno mismo de Podemos, sus tres meses de existencia y su novedosa aportación de ser intruso sistémico contra el sistema.

Pero el signo de alarma no me parece que esté ahí; más bien al revés, incluido lo que tiene de sorpresa, y sorpresa útil, la aparición de ese partido en construcción. El signo de mayor alarma tiene quizá dos caras y ambas muy invasivas: la abstención como respuesta y el populismo programático como oferta ideológica. En casi todos los países ha sido literalmente imbatible la abstención, auténtica vencedora electoral, como si ningún partido por sí mismo pudiese siquiera imaginar que alguna vez superará al desinterés, al desánimo o a la percepción extrañada que muchos ciudadanos tienen de las instituciones europeas.

No hay interpretación fácil de esa renuncia al voto, y desde luego yo no tengo ninguna segura, pero sí preguntas o conjeturas. También alguna melancolía adicional y ya casi depresiva, porque la apelación más o menos compungida a la desafección sistémica, viene anunciada y denunciada por muchos de quienes más han hecho para engendrarla y a la vez minimizarla. Habrá un pedazo de verdad en esa denuncia, pero seguramente no basta: la construcción de Europa como horizonte político ha tenido que empezar por reeducar a la ciudadanía sobre la volatilidad y hasta la vulnerabilidad de sus respectivas posiciones nacionales.

Es un combate plagado de dificultades porque tiende a corregir el malsano instinto primario de identificación con lo propio o lo local. Sin una pedagogía militante sobre Europa, no hay Europa, es decir, no hay viabilidad alguna para una concepción orgánica de lo que agrupa, une y cohesiona a los europeos, más allá de la particularidad nativa de cada cual. Europa significa ser un poco menos lo que se es y ser un poco más lo que son otros. Por supuesto, no lo deploro: la noción misma de Europa aspira a neutralizar los excesos de querencia, la identificación casi biológica de lo próximo como valor positivo. Europa equivale a creer que lo propio y doméstico es solo una forma madurada de lo injertado.

La condición de la democracia lleva en sí una dosis variable de populismo porque está en su misma naturaleza política

La construcción de Europa tiene, por tanto, todas las de perder en medio de una crisis de pobreza, y de ahí que el otro piloto que parpadea loco sea el populismo y sus múltiples variantes, como combustible consolador de la desesperanza y el desamparo. Una lectura fenomenológica muestra casi sin querer la pluralidad de rostros, de versiones, de matices y de acentos que ha desplegado en los distintos países europeos, como si no hubiese modo de identificar lugar alguno donde el populismo estuviese conjurado o neutralizado y como si no hubiese modo de fijarle un rostro único.

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Por supuesto, es imposible acabar con él. La condición de la democracia lleva en sí una dosis variable de populismo porque está en su misma naturaleza política. Sin ese margen de discurso simplificado y deformado, no existe voto democrático. Y sin embargo, el chivato luminoso parpadea enloquecido hoy porque la crisis ha acelerado su propensión tóxica hasta la desmesura. Suele jugar con mensajes simples y contundentes, con categorías sentimentales de inmediatez, pero sobre todo con halagadoras expectativas colectivas de mejora. Ofrece soluciones nítidas y claras, rotundas y seguras; rehúye el análisis de la complejidad y tiende a obviar los obstáculos o las desventajas de los discursos simplificados y por lo tanto de la realidad misma que postula. Reduce el foco a unos pocos ingredientes escogidos y fía a la repetición de las mismas nociones su eficacia caladora; prefiere hablar de enemigos antes que de adversarios y renuncia a cualquier forma de pedagogía porque prefiere la imputación taxativa y la estigmatización como argumento incontestable. Más aún, a menudo parece asumir de forma desprejuiciada o desacomplejada la sobredosis de simplificación falseadora como condición estratégica de su éxito electoral, rozando el cinismo político o la mentira pura y dura.

Si algo de este análisis es verosímil, convendría preguntarse hasta dónde existe alguna forma de analogía entre el populismo en Europa y el comportamiento político y electoral de la sociedad española y catalana. Y si alguno de los ingredientes de ese populismo forma parte de nuestro sistema político, las alarmas estarán justificadísimas. Algún analista desde algún observatorio debe estar estudiando ahora los indicadores de salud democrática y ve ante sí el parpadeo frenético del chivato de la alarma. Y sería seguramente irresponsable no hacerle ningún caso; quizá habla de una toxina invasiva que hemos visto en el espejo de Europa sin ser capaces de creer que nos reflejaba a nosotros mismos.

Jordi Gràcia es profesor y ensayista

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