CANCIÓN

De sensualidad y estupefacción

Luis Eduardo Aute se embarca en el Teatro Circo Price en una travesía de perplejidades vitales

Venía avisando Aute de que este reencuentro con el público de su ciudad sería prolongado y anoche cumplió su promesa (él, siempre sardónico, escribiría “amenaza”) durante 175 orondos minutos en el Circo Price. El madrileño de Manila arribará en septiembre a la condición de septuagenario, pero su emocionante insaciabilidad creadora no entiende de almanaques. Y así, no solo sigue incrementando su producción sino que diversifica el objeto de sus desvelos: cual sabio renacentista, además de cantar lo que escribe ahora también dirige lo que dibuja, como nos demostró ayer con la proyección del corto...

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Venía avisando Aute de que este reencuentro con el público de su ciudad sería prolongado y anoche cumplió su promesa (él, siempre sardónico, escribiría “amenaza”) durante 175 orondos minutos en el Circo Price. El madrileño de Manila arribará en septiembre a la condición de septuagenario, pero su emocionante insaciabilidad creadora no entiende de almanaques. Y así, no solo sigue incrementando su producción sino que diversifica el objeto de sus desvelos: cual sabio renacentista, además de cantar lo que escribe ahora también dirige lo que dibuja, como nos demostró ayer con la proyección del cortometraje El niño y el basilisco.

Deliciosamente desgarbado, entre el alboroto de su melena encanecida y esa camisa a medio desabotonar, el poeta eleva por vez primera la voz con Cera perdida y se embarca en una travesía de sensualidad y perplejidades vitales que abarca 25 escalas, aunque al final añadirá otras dos a la hoja de ruta. Curioso que Luis Eduardo tuviera antaño una relación conflictiva con su propia garganta, grave y seductora cuando habla y sorprendentemente cálida y voluble al cantar, capacitada para serpentear hasta notas que parecerían inalcanzables. Y así, durante tres horas sin desfallecimientos, inmerso en desentrañar el enigma infinito que resume en la reciente Un verso suelto: “Quiero saber qué sentido tiene esta broma llamada existencia”.

Aute asume sin rodeos que viene a cantar y contar cuanto atañe a su última criatura, El niño que miraba el mar, y así lo advierte con característica sorna: “Habrá muy poquitas canciones del siglo pasado, hoy toca sufrir con las nuevas”. La reivindicación de su vigencia plena implica renunciar a audiencias más amplias (ayer, unas 800 personas) y aplausos sin fisuras. Pero solo cabe constatar aquí la excelencia de una escritura que, aun habiendo perdido versatilidad melódica, sigue asentada en la estratosfera literaria. Desde Un ser humano, reflexión sobre el teatro de la vida (“esta farsa sin apuntador”), a ¡Qué necesidad!, una hoja de reclamaciones a Dios mediante ese sarcasmo fino, afilado y demoledor con el que tantas veces hemos acabado sonriéndonos.

Aute, sabio sereno y perplejo, acredita toda una vida hablándonos de sensualidad y estupefacción, del amor como el argumento más poderoso y las dificultades para comprender un mundo movido por la estupidez y la avaricia. Al final llegaron Sin tu latido, De alguna manera, La belleza o, un Al alba a pulmón, sin instrumentación alguna. La capacidad de estremecer de este hombre proviene de largo.

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