POP | Fanfarlo

Años ochenta para dandis

Un grupo en el que tres de sus cinco componentes empuñan violín, saxo y trompeta nace predestinado a un pop bucólico y sofisticado

Simon Balthazar, cantante de Fanfarlo, el pasado jueves en el Price.SARA MORALES

Una banda que coloca a dos de sus cinco integrantes frente a los sintetizadores tiene visos de evocar el pop bailable de los ochenta, siempre tan efectista como excesivo. Un grupo en el que tres de sus cinco componentes empuñan violín, saxo y trompeta nace predestinado a un pop bucólico y sofisticado, de hechuras pintonas y camerísticas. Los londinenses Fanfarlo desdoblan a sus personajes y consiguen ser ambas cosas a la vez: refinados y ochenteros, evocadores pero contemporáneos, divertidos o solemnes. También pueden embarullarse y recalar en algún sitio desdibujado, pero eso fue las menos de...

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Una banda que coloca a dos de sus cinco integrantes frente a los sintetizadores tiene visos de evocar el pop bailable de los ochenta, siempre tan efectista como excesivo. Un grupo en el que tres de sus cinco componentes empuñan violín, saxo y trompeta nace predestinado a un pop bucólico y sofisticado, de hechuras pintonas y camerísticas. Los londinenses Fanfarlo desdoblan a sus personajes y consiguen ser ambas cosas a la vez: refinados y ochenteros, evocadores pero contemporáneos, divertidos o solemnes. También pueden embarullarse y recalar en algún sitio desdibujado, pero eso fue las menos de las veces. En general, su concierto de este jueves en el Price, la primera vez que se subían a un escenario desde noviembre, dejó la sensación de que el quinteto británico consigue revivir el espíritu de los ochenta desde la perspectiva de unos auténticos dandis del pop.

La velada volvió a resultar algo deslucida en aforo (700 localidades vendidas) y desconcertante en su cartel, que incluía un par de teloneros sin demasiado que ver con la banda protagonista. Fueron dos ratos agradables, con todo. Abrieron boca los ¡iraníes! Migrain Sq., un cuarteto de pop electrónico con chica al frente que recuerda la parsimonia de Morcheeba o, más aún, la finura minuciosa de The Gift, nuestros vecinos portugueses. Gente curiosa, en todo caso, que tan pronto se ensimisma en un vals como adapta al farsi ‘La canción que nunca diré’, de Lorca. Su mayor ilusión, de hecho, es actuar en la casa natal del poeta granadino: ahí queda eso.

El segundo aperitivo corrió por cuenta de los barceloneses Ruidoblanco, que, como tantas otras formaciones que pasan por manos de Suso Saiz, aúnan sagacidad y melodrama; dramatismo a machete con, en su caso, una marcada vocación melódica. ‘Frágiles’ o ‘Desaparecer’ (esta última, con final en italiano) son por ahora los mejores ejemplos de ese pop emotivo y hasta enrabietado que, aun con una segunda voz femenina, remite a las coordenadas de Piratas. Todavía le falta repertorio a este quinteto con solo un disco y un reciente EP (‘El hombre que habita el mundo’), pero las trazas son muy prometedoras.

Y así, Simon Balthazar y sus cuatro compinches de Fanfarlo se encontraron el terreno expedito para desplegar ese pop pausado y finolis que despierta admiración (y alguna que otra tirria) en las riberas del Támesis. Desde la inaugural ‘We’re the future’ los notamos estilosos y extrañamente actuales, pese a su indisimulado gusto por los teclados. A fin de cuentas, parecen recordarnos, los ochenta conocieron a Duran Duran, pero también a The Pale Fountains.

El repertorio se vuelve más pastoral con violín y trompeta, claro, en el caso de ‘Bones, mientras ‘Lenslife’ se enriquece con un motivo central pentatónico, como si la Muralla China no quedara tan lejos del Soho. Pero lo mejor acontece con ‘Tunguska’, cuando Balthazar agarra el saxo, Leon Beckenham reincide con la trompeta y entre los dos nos acercan a aquel cándido ‘soul’ de ojos azules.

A la altura de ‘Grey & gold’ ya quedan pocas dudas: los londinenses son unos chicos modernos que se amamantaron con Nick Heyward o -si es que alguien los recuerda- Friends Again. A veces se mantienen tan fieles a los tiempos medios que pueden incurrir en redundancia, como si siempre aconteciesen cosas parecidas. Pero ese distinguido ‘Harold T. Wilkins’ final, con Simon apurando su vino, confirma sus hechuras de anti-rockeros con estilo.

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