POP | Patrick Watson

Una paleta con todos los colores

El cantante y pianista Patrick Watson exhibe composiciones ricas y minuciosas que abarcan muchos estilos

La postura artística de Patrick Watson parece suicida. El cantante y pianista canadiense comparece con visera de mercadillo, sorbiendo en un vaso de tubo y caminando a saltitos, pero demanda de sus oyentes el bien más escaso de este siglo demente: tiempo. La música del travieso geniecillo treintañero no resulta particularmente compleja, pero exige gran atención. En cada compás surge la nota inesperada, la armonía insólita, el instrumento que ni atinábamos a vislumbrar en un escenario tenebrista. Parece Watson el rey del claroscuro, el Caravaggio del pop de cámara, pero sus composiciones son ta...

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La postura artística de Patrick Watson parece suicida. El cantante y pianista canadiense comparece con visera de mercadillo, sorbiendo en un vaso de tubo y caminando a saltitos, pero demanda de sus oyentes el bien más escaso de este siglo demente: tiempo. La música del travieso geniecillo treintañero no resulta particularmente compleja, pero exige gran atención. En cada compás surge la nota inesperada, la armonía insólita, el instrumento que ni atinábamos a vislumbrar en un escenario tenebrista. Parece Watson el rey del claroscuro, el Caravaggio del pop de cámara, pero sus composiciones son tan ricas y minuciosas que requieren de todos los colores en la paleta.

Desde su arranque con Lighthouse’ en una sala Arena medio llena, es imposible sustraerse al parecido con Antony Hegarty: esa voz aguda que bordea el falsete, las vocales muy abiertas, la romántica sucesión de arpegios. El paralelismo es cierto, pero las opciones se van multiplicando en un maravilloso festín de sorpresas: el trompetista se vuelve mariachi en el delirio contemporáneo de Step out for a while, el sinuoso crescendo de The quiet crowd imita el expresionismo del cine mudo alemán, la orgía ambiental de guitarra y bajo remite al éxtasis de Radiohead y el estratosférico Adventures in your own backyard equivale a un western onírico, la partitura de un Morricone empastillado.

Entre medias, Patrick es capaz de reunir a la banda en torno a un micrófono, como una Carter Family urbanita, y trenzar unas deliciosas armonías folk. O urdir unos pizzicatos de violín que recuerdan a su paisano Owen Pallett. La apoteosis de lo inesperado prosigue en los bises, con un Sit down beside me que transita desde Supertramp a la polirritmia africana y un Man under the sea coreado a pleno pulmón entre el público. A Watson no le faltó detalle en su exhibición abrumadora.

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