crítica | electrónica

El baile hipnótico

Delorian demuestra gran habilidad para la creación de texturas y ambientes embaucadores

Un año y cuatro meses, desde aquel primer y todavía pacífico festival Madrid Beach, hacía que los chicos de Delorean no asomaban por la meseta. Su reaparición de anoche en la Joy Eslava despertó interés, sin duda, pero sin que se llegara a desatar nada parecido a la euforia. Se confirman al menos un par de sospechas. Primera: la atonía es nuestro estado de ánimo preponderante en este hábitat de angustias y horizontes cenizos. Y segunda: los de Zarautz entroncan con esa nueva generación de artistas electrónicos (El Guincho, John Talabot) que encuentran más adeptos entre los lectores de ...

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Un año y cuatro meses, desde aquel primer y todavía pacífico festival Madrid Beach, hacía que los chicos de Delorean no asomaban por la meseta. Su reaparición de anoche en la Joy Eslava despertó interés, sin duda, pero sin que se llegara a desatar nada parecido a la euforia. Se confirman al menos un par de sospechas. Primera: la atonía es nuestro estado de ánimo preponderante en este hábitat de angustias y horizontes cenizos. Y segunda: los de Zarautz entroncan con esa nueva generación de artistas electrónicos (El Guincho, John Talabot) que encuentran más adeptos entre los lectores de Pitchfork que al sur de los Pirineos.

El cuarteto guipuzcoano debería publicar nuevo álbum en cuestión de meses —“tipo verano”, anotó vagamente su cantante y bajista, Ekhi Lopetegi—, pero se cuidó mucho de desvelar grandes cartas. Los pocos temas inéditos que ayer avanzaron esbozan una línea algo más sosegada y orgánica, con guiños al pop bailable de los ochenta o la solemnidad africanizante de Peter Gabriel. Una de las piezas es un homenaje poco disimulado a Bonny, de Prefab Sprout. Pero el ascendente de Robert Smith, de The Cure, permanece intacto, igual que el trance bailongo. Cabe intuirle un futuro holgado y provechoso a estos Delorean algo más maduritos.

El concierto fue breve e hipnótico, aunque contrasta la capacidad de superponer estimulantes capas sonoras con ese aire poco cómplice de Lopetegi y sus socios. Cierto que Unai Lazcano continúa fiel a su danza hiperactiva frente a los teclados, que siempre parecen a punto de estampanarse contra el suelo, pero esos retazos de frialdad no ayudan a intensificar la experiencia y hacerla más estimulante. Los chicos son sosainas y tampoco la voz en directo de Ekhi, de afinación inmersa en la incertidumbre, constituye el mejor de los avales. Pero no podemos obviar su habilidad en la creación de texturas y ambientes, a menudo embaucadores. Ahí radica el mayor capital de la banda.

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