FESTIVAL PRIMAVERA CLUB

Antònia Font se salen por la tangente

El grupo mallorquín ofreció el concierto más arriesgado

Puede que fuese uno de los conciertos que mejor expresase el sentido del Primavera Club. Cierto es que el Arteria Paral·lel no es exactamente el perfil de sala de conciertos que inspira el certamen, pero no es menos cierto que las circunstancias vividas por el festival con el cierre temporal de la sala central, Apolo, le ha obligado a adecuarse de la mejor manera posible a las circunstancias y, desde luego, el Arteria se asemeja más a una sala que no el inhóspito y frío Sant Jordi Club. Pues allí, en el Arteria, junto a Sidecar y Monasterio epicentros naturales de un festival de salas, actuó A...

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Puede que fuese uno de los conciertos que mejor expresase el sentido del Primavera Club. Cierto es que el Arteria Paral·lel no es exactamente el perfil de sala de conciertos que inspira el certamen, pero no es menos cierto que las circunstancias vividas por el festival con el cierre temporal de la sala central, Apolo, le ha obligado a adecuarse de la mejor manera posible a las circunstancias y, desde luego, el Arteria se asemeja más a una sala que no el inhóspito y frío Sant Jordi Club. Pues allí, en el Arteria, junto a Sidecar y Monasterio epicentros naturales de un festival de salas, actuó Antònia Font en el concierto que a la postre suponía formalmente la apuesta más arriesgada de los tres días de programación. El riesgo, algo consustancial, al menos en lo teórico, a un festival que vive de plantear alternativas a la complacencia.

Antònia Font habían preestrenado Vostè és aquí en Vic, cuando el disco no se conocía y el lenguaje del directo apropiado a esta colección de 40 canciones apenas se había expresado. Porque en el fondo no es tan rompedor componer 40 canciones breves tal que suspiros, como escenificarlas una tras otra como si en realidad durasen lo que en pop acostumbra ser lo habitual. Se cambian los tiempos y la dinámica, el público se ve obligado a reaccionar 40 veces —¿aplaudimos?, ¿aplaudimos cada tres temas?, ¿esta canción, Aram, ya ha acabado y toca aplaudir o este breve silencio es un simple recurso para resaltarla?— y además ha de reaccionar ante una profusión de estímulos estilísticos —rock, baladas, sonidos añejos de ciencia ficción barata, reggae, medios tiempos, rumba, pop ochentero— que se amontonan uno tras otro sin que la propia cadencia del concierto conceda espacio a la digestión. El espectador es así víctima de una tormenta de arena en la que el impacto de un grano no tiene relevancia pues ya el siguiente y el siguiente y el siguiente alcanzan la piel. De repente, mientras el concierto avanza, aumenta la sensación de que en el fondo no importan tanto las canciones como su acción conjunta. La tormenta por encima del grano.

Ese es uno de los grandes riesgos del concierto planteado por el grupo mallorquín, lograr que un puzzle de 40 piezas no sea entendido como un todo fragmentado sino como un mapa musical homogéneo, un recorrido en metro atendiendo a la propuesta de la portada del disco, en el que se disfruta con el simple hecho de viajar. No importa tanto dónde se vaya como el hecho de moverse por esa colección de rúbricas que sustituyen a relatos completos. Síntesis versus desarrollo. Y eso cuesta, o al menos así se puede desprender de la reacción del público, que pasó en el Arteria de la alegría a la frialdad, de la tibieza al calor, de la apenas disimulada indiferencia a la entrega rubricada tras el final de la última pieza. Antònia Font propone un aprendizaje sin pautas, una lección en la que cada alumno escoge su forma de tomar, o no, unos apuntes que por otra parte nadie da.

Por fortuna, la materia viva del concierto, las canciones, son ciento por ciento Antònia Font. La pluralidad de melodías, arreglos, tiempos e historias son genuinamente suyas, así como ese dominio de la melancolía mezclada con la broma, el homenaje a sus querencias —la verbena, el surrealismo, los juegos de palabras— y ese añadido que muestra la fortaleza de una voluntad ajena a cualquier consideración externa que representa la inclusión, justo ahora, cuando nadie se acuerda de esta forma rancia de celebración nacionalista, de una versión en castellano de un tema de Tots Sants, Leyenda negra, que cuestiona el V Centenario.

Así las cosas, Antònia Font ofreció el concierto más arriesgado en un festival cuyo propio sentido, las salas de conciertos, parece que hoy en día también está en riesgo. Si resulta que vivimos en un país en el que la Administración mete la pata, caso Madrid Arena, y acto seguido presiona de manera incomprensible para que los demás cumplan una ley que ya cumplían velando con alocado celo para que no sean tan lastimosamente incapaces como ella misma, entenderemos que el surrealismo es la mejor arma para referir algo inexplicable. En un mundo disparatado salirse por la tangente puede resultar cartesiano. Y la tangente es el hábitat natural de Antònia Font.

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