Crítica

De juerga con La Pegatina

El grupo barcelonés cerró en Razzmatazz dos años de gira con una irresistible parranda

La Pegatina en una imagen promocional

No. No era una fiesta, era una francachela. Los pasillos de los anfiteatros del Razzmatazz resultaban impracticables, convertidos en pistas de baile longitudinales donde solo había espacio para danzar. Del techo caían gotas de sudor condensado a las que nadie hacía ascos, y sobre el mismo escenario actuó lo que parecía una gotera, que tercamente quería hacerse notar sin que el hiperactivo técnico de escenario le mostrase más acuse de recibo que un enorme balde que situó bajo ella. La Pegatina, en la actualidad uno de los grupos más internacionales con los que cuenta Barcelona, estaba despidien...

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No. No era una fiesta, era una francachela. Los pasillos de los anfiteatros del Razzmatazz resultaban impracticables, convertidos en pistas de baile longitudinales donde solo había espacio para danzar. Del techo caían gotas de sudor condensado a las que nadie hacía ascos, y sobre el mismo escenario actuó lo que parecía una gotera, que tercamente quería hacerse notar sin que el hiperactivo técnico de escenario le mostrase más acuse de recibo que un enorme balde que situó bajo ella. La Pegatina, en la actualidad uno de los grupos más internacionales con los que cuenta Barcelona, estaba despidiendo dos años de gira, más de 200 actuaciones, ante una sala llena. ¿Goteras?, ¿calor?, ¿incomodidad?, ¿qué es eso cuando reina la parranda?

El espectáculo era contagioso, y dígase que los llenos de nuestros días son mucho más civilizados que los propios de la época dorada del directo, cuando la multitud era embutida en la sala. En la noche del viernes y pese las entradas agotadas todo el mundo tenía un mínimo espacio para sudar sin apreturas. Buena parte del público gastaba las camisetas promocionales verdes del grupo, recordando así una concentración de seguidores de la Ama Guadalupekoak ondarribitarra, sensación acentuada con el irrintzi digital con el que fueron espoleados durante la actuación de Esne Beltza, una de las bandas invitadas al escenario por La Pegatina.

Público adecuado

En aquella concentración no era perceptible ninguna marca, hecho insólito en el resto del mundo en cuanto se juntan más tres personas, y las camisetas, planchadas por el desaliño, obedecían a esa ley no escrita del público de La Pegatina que sugiere que han de parecer escogidas para que resulten impropias para asistir a una recepción que no sea de La Pegatina. El grupo, no encamisado de distinta guisa, botaba en escena espoleando espoleado, soltando una canción tras otra sin apenas momento para sentir el cansancio. Fueron tres horas en las que el mundo exterior, áspero, injusto, feo y hostil, no pareció existir. Se borró. La Pegatina se lo había cargado.

Esta banda es una de las referencias que ha mantenido viva la etiqueta de la fusión juerguista en la escena catalana. Su propuesta musical ha variado quizá menos que la constitución de un público que en los noventa, cuando se mentaba el mestizaje, no hablaba tanto en catalán y mucho menos gritaba “independència”, uso reservado entonces a los sectores más radicales y, por ende, minoritarios, del rock catalán. Por lo demás, la propuesta artística se mantiene inalterable, una atropellada colección de himnos taberneros estimulantes, veloces, ocurrentes y disparatados en los que se tritura rumba, cumbia, ska, rancheras y cualquier música rítmica, alegre y vertiginosa que sirva para sonreír y bailar. Eso se hizo, en Razzmatazz, tanto que hasta se secó la gotera sin que el técnico, hiciese nada más que retirar el barreño sin hacer el más mínimo mohín. Pareció un lord.

Fue un espejismo momentáneo, porque la juerga continuó también allí, en los laterales del escenario donde esperaba otro de los personajes fundamentales de La Pegatina, la tita Mari Carmen, una sexagenaria almeriense con salero, sentido común y alegría callejera que se ha convertido desde su irrupción en la red en una constante del grupo. Pues allí estaba, vestida de faralaes y dispuesta a salir a escena para bailar con la banda Maricarmen, tema del que protagoniza el vídeo y cuyo estribillo reza sutilmente acusador: “Tú no lo sabes, tú no lo sabes, tu hijo es el último en salir de toas las raves”. Pues eso, que allí estaba nerviosa entre tanta camiseta desbocada y un leve perfume a estimulante especie herbácea. Abajo, las primeras filas llenas de jovencitas de menos de 20 años, en esto La Pegatina no se diferencia de Justin Bieber, que se desgañitaban cantando Volando voy, cosa que en efecto no saben hacer las seguidoras del ídolo canadiense. Y tanto frenesí provocaba en el grupo la entrega de los seguidores, también la de ellos, conste, que hasta alguna lista con el repertorio cabó desgarrada y pisoteada.

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Y más sorpresas, pues los muchos invitados presentes en el escenario no lo fueron para cantar una canción de La Pegatina, sino que el protocolo marcó que se cantasen al menos un par de piezas, una de los invitados y otra de La Pegatina. Nada bajó el ritmo de la actuación, cuyo escenario, una especie de camarote de los Marx, se llenaba de confetis, sí made in China como ya casi todo, fotógrafos pululantes y cámaras que registraban el momento para la posteridad. Y la máxima actividad de estos profesionales llegó cuando Adrià, uno de los cantantes, pidió al público llevase en volandas a Rubén, el otro, a comprar las patatas fritas que expendía una máquina situada en el lado opuesto del escenario. Mal momento para un fotógrafo artrítico. Eso ya era en la parte final del concierto, allá por las casi tres horas de desparrame, sonrisas y baile con las que La Pegatina cerró dos años triunfales de gira.

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