Opinión

Un colegio profesional para políticos

"Y es que en una verdadera profesión han convertido muchos, y en todos los partidos, un servicio que debería tener su tiempo limitado como en la democracia ateniense"

Lo peor de la transición española no es que no haya sido modélica —pudo habérsenos muerto de cándida y virtuosa—, sino que lo mejor de ella nos lo hemos dejado ya atrás y no se trata ahora de emprender nuevas transiciones. De lo que se trata es de responder a un tiempo nuevo con nuevas ideas, limpiando de moho lo que perdura de las humedades de la dictadura y aflora en nuestros días, como hongos, de modo inesperado y vergonzante. Se trata del moho que en estos años de democracia se ha apoderado de una Constitución obsoleta, manipulada con nocturnidad, o de una Ley Electoral inservible. Además,...

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Lo peor de la transición española no es que no haya sido modélica —pudo habérsenos muerto de cándida y virtuosa—, sino que lo mejor de ella nos lo hemos dejado ya atrás y no se trata ahora de emprender nuevas transiciones. De lo que se trata es de responder a un tiempo nuevo con nuevas ideas, limpiando de moho lo que perdura de las humedades de la dictadura y aflora en nuestros días, como hongos, de modo inesperado y vergonzante. Se trata del moho que en estos años de democracia se ha apoderado de una Constitución obsoleta, manipulada con nocturnidad, o de una Ley Electoral inservible. Además, un hedor corrupto impregna las instituciones, los partidos y la sociedad. El descrédito de la Justicia española traspasa las fronteras, la desconfianza en nuestros políticos figura entre las primeras preocupaciones de los ciudadanos, el aumento de la corrupción en términos escandalosos, y en Valencia pintorescos, nos asemeja a otras zonas de la tierra dominadas por las mafias. Pero, en todo caso, la democracia no es una diosa a la que haya que adorar, sino un instrumento del que servirse. Y ese instrumento, hoy en buena parte inutilizado, enfermizo, caduco o agónico requiere de cambios en el transcurso del tiempo.

Cuando hablamos de democracia no hablamos todos de lo mismo. La democracia es una cosa para la vicepresidenta del Gobierno, que apela al sentido democrático de los ciudadanos tan pronto enseñan muchos de éstos una pancarta que la contradice. Lo mismo que para los poderes de la judicatura cuando uno recela de sus debilidades y lee con estupor algunas de sus sentencias. Y acaso algo parecido es para los propios partidos políticos cuando les exigimos que cambien sus intereses por los nuestros. Para el común de los ciudadanos, no; para estos la democracia es cosa bien distinta, aunque no estén exentos de responsabilidad en su deriva. Los políticos y los jueces que recortan a los ciudadanos sus derechos o los vulneran ven a la vez con notorio cinismo en quienes ejercen desde la calle la defensa de la poca democracia que nos queda duros ataques a un Estado de derecho que por ellos ha sido maltratado —las víctimas son al parecer los culpables— o se les pide cautela por prudencia democrática a la hora de denunciar el funcionamiento de los partidos políticos, como si éstos constituyeran la única garantía de defensa de sus derechos. Les advierten como a niños del cuidado que deben tener con la democracia, subrayando al tiempo, para que sean agradecidos y con su crítica no vayan a ponerla en riesgo, lo mucho que nos costó a todos conquistarla.

Los partidos, mientras, repitiendo por turnos sus luchas individuales y de capillas, no acaban de asumir sus propias reformas en unos tiempos en los que los cauces de participación han cambiado radicalmente; usan las nuevas tecnologías para abundar en la propaganda y no para las reformas estructurales que requiere una nueva democracia. Es el caso del Partido Socialista, al que hay que conceder al menos el mérito de someterse a procesos democráticos que están por ver en otras formaciones y que deberían ser generalizados. Pero los discursos previsibles de su reciente campaña han puesto en escena una lucha ramplona por el corralito del poder sin que al ciudadano le llegara idea alguna de que aquello tuviera que ver con él y no con la seguridad en el empleo de los políticos profesionales.

Los muchos políticos, que casi pasaron del Bachillerato, si lo hicieron, al sueldo de servidores públicos, sin que se les conozca otra carrera, se apresuran a huir de la lista del paro. No es el caso de todos —algunos abandonaron una cátedra o un bufete para servirnos y tal vez se han quedado tanto tiempo que ahora no podrían volver a su trabajo—, pero por no faltar no falta en el PSOE ni el ejemplo de alguna que cuando le fue mal en su partido fundó uno nuevo para seguir en la profesión con su correspondiente salario. Y es que en una verdadera profesión han convertido muchos, y en todos los partidos, un servicio que debería tener su tiempo limitado como en la democracia ateniense.

Los demonios endogámicos, familiares, y tan familiares algunos como promiscuos otros, se prestan a la nueva fiesta de las zancadillas.

En el PSOE pudo haber acabado la contienda con la elección de nuevo secretario general, pero por lo que veo empiezan ahora los movimientos de las capillitas en los ámbitos autonómicos y locales, que van desde el guirigay de Sevilla al que se vislumbra en Madrid o en Valencia. De lo de Sevilla, con sus ajustes de cuentas entre ellos, ha dicho José Antonio Griñán para justificarlos que “la democracia hace ruido”, como si la democracia fuera bullanguera por naturaleza y su estrépito nos beneficiara. De lo de Valencia, el líder del PSPV, Jorge Alarte, ha sostenido en este mismo periódico que si los socialistas de la huerta dotan a la actividad política de proyecto no se dedicarán a pelearse entre ellos, de lo que uno deduce, a la vista de lo que pasa, que por ahora proyecto no hay, pero la pelea está asegurada. También afirmó que si no hacen un congreso de cambio y unidad no tendrán ningún futuro. Y, si por eso es, no van a tenerlo: ni la unidad será el medio ni el cambio el objetivo. También dijo Alarte que “el PSOE no podrá volver a ganar las elecciones en España sin que el socialismo valenciano avance”. Y tampoco le falta razón: tan difícil veo el avance de los de aquí como otra victoria de los de allá. Y tal vez por lo mismo. Los demonios endogámicos, familiares, y tan familiares algunos como promiscuos otros, se prestan a la nueva fiesta de las zancadillas.

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Después de su congreso, el PSOE ha vuelto a recuperar a todos sus espectros, los nuevos y los viejos. Los nuevos, ya viejos después del fracaso. Los viejos, sacando sus afilados colmillos desde las cavernas. En todo caso, se nos dirá que es humano que los políticos veteranos empiecen por cuidarse de ellos para cuidar después de nosotros, mientras les llega la jubilación. O que, llegada la jubilación, humano es que pretendan mantener su experiencia, adecuadamente remunerada, a nuestro servicio. Y se me ocurre en consecuencia que, aunque todos los partidos alcanzan rápidos consensos en el asunto de las remuneraciones y prebendas de sus miembros en las instituciones, sin que les haga falta la mediación de ningún sindicato, organizaciones donde por cierto se dan las mismas o parecidas circunstancias, se me ocurre, digo, la creación de un Colegio Profesional de Políticos. Un Colegio Profesional en toda regla vigilaría ahora por aquellos aspectos de la reforma laboral que pudieran afectar a sus asociados. En la sede valenciana de ese colegio podrían encontrarse antiguos profesionales del sector que ahora se frotan las manos de alborozo por haber vendido a tiempo su alma al diablo con gran rentabilidad o gozan de los beneficios de un buen contrato en PP, SA, la empresa competidora, después de un despido que consideraron improcedente, o con quienes trabajaron de autónomos limitándose a contratar servicios para la competencia. No les faltará de nada. Si el PSPV hubiera puesto una empresa de venta de voluntades el partido tendría hoy un inmenso patrimonio.

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