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Cincuenta años (sin Franco) no son nada

La cifra redonda ha hecho calar la sensación de que hubo un antes y un después en el ecosistema cultural tras la muerte del dictador, pero eso tiene muy poco que ver con lo que estaba pasando en discográficas, productoras de cine, editoriales y empresas periodísticas

Las cifras redondas nos ponen a todos a bailar como a las cabras y corremos como ellas detrás del 50, el 100, el 75 o hasta el 25 aniversario de esto o aquello. Lo hemos hecho también este año, con toda la razón, y sin exagerar una pizca, para celebrar alborozados el medio siglo transcurrido desde la muerte por colapso sistémico y multiorgánico del General, como tiene el gusto de llamarlo Juan Carlos I, descabalg...

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Las cifras redondas nos ponen a todos a bailar como a las cabras y corremos como ellas detrás del 50, el 100, el 75 o hasta el 25 aniversario de esto o aquello. Lo hemos hecho también este año, con toda la razón, y sin exagerar una pizca, para celebrar alborozados el medio siglo transcurrido desde la muerte por colapso sistémico y multiorgánico del General, como tiene el gusto de llamarlo Juan Carlos I, descabalgándolo de otras funciones que también desempeñó en vida con coraje, determinación y mano firme, como corresponde a un General de su estirpe. Enorgullece a todos saber que el emérito le mantiene esa reserva de respeto y consideración tantos años después: un hombre de principios.

Con la visión de las mutaciones culturales ha pasado algo un poco extraño: mi impresión es que la cifra redonda y tajante del medio siglo ha hecho calar imperceptiblemente la sensación de que hubo un antes y un después de alguna relevancia tras la muerte de Franco en el ecosistema cultural de la última década larga de la dictadura y su continuidad entre asustada y excitada desde el 20 de noviembre. Pero eso tiene muy poco que ver con lo que estaba pasando en discográficas, productoras de cine, editoriales y empresas periodísticas de tinte más o menos progresista porque llevaban activas varios años antes de 1975 y porque iban a estarlo todavía más después, aunque nadie sabía exactamente en qué dirección. Incluso hemos tendido a callar desde la plenitud democrática que gran parte de la más poderosa y respetable cultura española que hoy respetamos, creció y cuajó con Franco muy vivo e igual de asesino que siempre, aunque cada vez más temblón. Echar un vistazo a los nombres mayores de la pintura del último medio siglo —de Tàpies a Guinovart, pasando por Manuel Viola, Manolo Millares o Antonio Saura—, o recalar en algunos nombres de arquitectos con obra ejemplar en España, como Josep Lluís Sert y la Fundació Miró, o en escultores como Eduardo Chillida, obliga a asumir que buena parte de la más relevante cuadrilla de creadores que la democracia consagró tras la muerte de Franco estuvieron en activo con, contra y bajo el régimen de Franco. ¿Y luego? Luego más nombres de primer nivel, desde la explosión urbanística de Oriol Bohigas, la lección vigente de Juan Antonio Coderch o la prolongada sombra de Enric Miralles a la explosión continuada de Miquel Barceló, Juan Muñoz o Cristina Iglesias.

Buena parte de la mejor cultura española de la última década y media del franquismo suministró los enseres morales, el equipaje íntimo de una democracia en marcha y sin nombre, ni partidos, ni instituciones, ni permiso para existir

Y si hubiese que hablar de la creación propiamente literaria, entonces uno vuelve a caerse de culo porque no hay nombre de escritor o escritora que llegue con autoridad y lectores a pongamos el año 2000 que no hubiese fraguado su trayectoria en las parecidas condiciones de sometimiento a la dictadura, y eso vale para novelistas incontestables como Juan Marsé, Juan y Luis Goytisolo, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute, en modo short list, y todos ellos empezaron enseguida a convivir con nombres propiamente nuevos, que eran más jóvenes y que publicaban ya cosas concebidas literalmente fuera de la sombra franquista porque no existía. Los Marías, los Muñoz Molina, los Millás, los Mendoza o los Pombo irían dando el timbre genuinamente nuevo de una literatura en democracia que sin embargo no había arrumbado ni olvidado ni descatalogado a muchos de quienes escribieron antes que ellos, sin ver ni por asomo el final del franquismo.

Pero es verdad que hubo una zona de tránsito salvaje y una fauna juvenil muy politizada que protagonizó una movilización intensa, furiosa y muy breve. Eran un poco como el emérito, e igual que él sabía que Franco era un general, una parte de los equipos político-intelectuales fraguados desde mediados de los años sesenta eran soldados de la revolución dispuestos a acabar no solo con Franco y el franquismo sino también con el capitalismo mundial, con la explotación del trabajador y con el colonialismo depredador de los pobres del planeta.

Había más objetivos, es verdad, pero lo resumo así para centrar el tiro en los objetivos irrenunciables de primer plano... Quizá luego ya se vería si eso de los homosexuales podía encontrar algún encaje o la lata que daban unas cuantas mujeres llevaba algún metal valioso entre tanta cencerrada. Pero no eran prioridades porque la prioridad era revolucionaria, como tantos panfletos del momento llenaron las cabezas de los grupos de izquierda con una ruptura que no dejase nada en pie. Los jóvenes radicales de Italia o Alemania andaban en las mismas, así que no había ningún exotismo en exigir una revolución armada como vía a la dictadura del proletariado, al menos para empezar, y eso lo creía mucha, mucha más gente de la que ha quedado memoria, quizá hoy avergonzada del infantilismo del análisis, quizá agobiada por la legitimación de las armas, quizá sabiéndose más cerca de ETA entonces, o de la Bander-Meinhoff o de las Brigadas Rojas, de lo que hoy conviene o apetece recordar. Lo que les pasaba, como le pasaba a la inmensa mayoría de la población a la altura de noviembre de 1975, era que carecían de la menor cultura democrática, y fue eso lo que tuvieron que aprender a toda marcha tras la muerte de Franco. La otra cara de la misma moneda es menos evidente: buena parte de la mejor cultura española de la última década y media del franquismo suministró los enseres morales, el equipaje íntimo de una democracia en marcha y sin nombre, ni partidos, ni instituciones, ni permiso para existir. Pero existió, y nos fue francamente bien con ella.

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