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Giulini, un genio y un caballero

Pocos directores de orquesta del siglo XX han despertado tanta admiración y simpatía como el italiano. Warner reúne ahora sus principales grabaciones realizadas entre 1952 y 1980

El título de este artículo debería ir entrecomillado, porque su autor es, en realidad, el gran poeta y ensayista W. H. Auden: lo utilizó (“A Genius and a Gentleman”) en su reseña de un libro que contenía una selección de cartas de Giuseppe Verdi traducidas al inglés, publicada en 1972 en The New York Review of Books. Y sus dos sustantivos vienen ahora al pelo para describir con idéntica pertinencia a Carlo Maria Giulini, que fue, además, un extraordinario intérprete de la música de su compatriota, tal como queda corroborado en parte en este álbum de Warner Classics, que recoge grabacion...

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El título de este artículo debería ir entrecomillado, porque su autor es, en realidad, el gran poeta y ensayista W. H. Auden: lo utilizó (“A Genius and a Gentleman”) en su reseña de un libro que contenía una selección de cartas de Giuseppe Verdi traducidas al inglés, publicada en 1972 en The New York Review of Books. Y sus dos sustantivos vienen ahora al pelo para describir con idéntica pertinencia a Carlo Maria Giulini, que fue, además, un extraordinario intérprete de la música de su compatriota, tal como queda corroborado en parte en este álbum de Warner Classics, que recoge grabaciones del director italiano realizadas entre 1952 y 1980, muchas de ellas convertidas en clásicos absolutos de la discografía.

Su colega John Mauceri se ha referido a él como “uno de los hombres más profundos y espirituales que he conocido”, dos adjetivos indisociables de la personalidad de Giulini y, por extensión, de todas sus interpretaciones. Lo marcó una terrible experiencia vivida durante la guerra: hasta la liberación de Roma en junio de 1944 vivió durante nueve meses en un túnel junto con una familia judía para evitar ser ejecutado por los nazis, estudiando a la luz de una vela las partituras que le proporcionaba en secreto su mujer. De fe religiosa inquebrantable, muchas fotografías lo muestran —alto, distinguido, de porte aristocrático— dirigiendo con auténtica unción, como si rezara, y cerrando los ojos de un modo radicalmente diferente a como solía cerrarlos, por ejemplo, Herbert von Karajan. La música se apoderaba de él y su objetivo declarado fue siempre entrar en comunión con sus instrumentistas: “Conseguir el contacto humano sin hacer valer la autoridad. Lo que más importa es el contacto humano. El gran misterio de hacer música requiere auténtica amistad entre quienes trabajan juntos. Cada integrante de la orquesta sabe que, dentro de mi corazón, estoy con él y con ella”.

Su experiencia inicial como violista le permitió aprender el oficio desde el otro lado y tuvo el privilegio de tocar en la Orquesta Augusteo con directores como Otto Klemperer, Bruno Walter, Wilhelm Furtwängler, Fritz Reiner, Pierre Monteux o Victor de Sabata, de quien sería luego asistente en el Teatro alla Scala y cuya influencia detectaría enseguida el clarividente Walter Legge por los espaciosos movimientos de sus brazos. El nombre del legendario productor aparece en casi la mitad de las grabaciones ahora compiladas por Warner, entre ellas auténticas piedras de toque, como los dos Conciertos para piano de Brahms con Claudio Arrau, aunque es el primero, grabado en 1960 en los famosos estudios de Abbey Road, el que sigue dejándonos sin habla: un encuentro incandescente entre dos colosos.

Pocos meses antes, Legge produjo también dos óperas de Mozart (Don Giovanni y Le nozze di Figaro), para las que reunió a algunas voces prodigiosas: Elisabeth Schwarzkopf, Joan Sutherland, Giuseppe Taddei, Gottlob Frick, Fiorenza Cossotto o Piero Cappuccilli. Así como un puñado de oberturas y preludios de Rossini y Verdi que cuesta imaginar dirigidos mejor o con mayor gracia, elegancia o teatralidad.

En música muy cercana a su intensa querencia espiritual, como las Quattro pezzi sacri y la Messa da Requiem de Verdi, Giulini se transfigura literalmente, convirtiendo a la gran creación de Legge, la Orquesta Philharmonia, omnipresente en este álbum, en el instrumento ideal para nadar sin costuras entre los fuertes contrastes de la obra, profana y religiosa a un tiempo. La relación de solistas vuelve a dejar sin aliento: Elisabeth Schwarzkopf, Christa Ludwig, Nicolai Gedda y Nicolai Ghiaurov, con el lujo añadido de Janet Baker en el Te Deum y con el Coro Philharmonia en los años dorados de Wilhelm Pitz. Más lejos de su territorio natural, Giulini dirige un Amor brujo de Falla que mantiene intacta su vigencia, con Victoria de los Ángeles en su esplendor vocal, unos interludios marinos de Peter Grimes inigualados por ningún inglés y, también en 1962, un portentoso Debussy (La Mer y Nocturnes).

Pero los grandes herederos de Legge —Suvi Raj Grubb, Ronald Kinloch Anderson, Christopher Bishop— siguieron sabiendo sacar lo mejor de Giulini, un compañero de viaje genial de Itzhak Perlman en los Conciertos para violín de Brahms y Beethoven, de quien grabó en 1968 a la New Philharmonia, tras la escisión de Legge, una Pastoral que lleva el descriptivismo, la frescura de la inspiración y la pura belleza sonora a unas alturas insuperadas desde entonces. Algo parecido puede predicarse de su Séptima de Dvořák de 1976, otro hito inalcanzable, esta vez al frente de la Filarmónica de Londres, a la que dirigió las dos Misas de Beethoven, rebosantes de humanismo, y, con un Rostropóvich enardecido por la amplia y vibrante dirección del italiano, una versión del Concierto para violonchelo del checo (complementado por el Primero de Saint-Saëns) que sigue siendo un pináculo al que intentar acercarse. Otro tanto sucede con su Don Carlo (con Plácido Domingo, Montserrat Caballé, Shirley Verrett, Sherrill Milnes y Ruggero Raimondi en estado de gracia) o, en ámbitos muy diferentes, con su Segunda de Bruckner con la Sinfónica de Viena —honda, trágica, inevitable— o su Primera de Mahler con la de Chicago —despojada como por ensalmo de toda su hojarasca—, que dan fe asimismo de un director bendecido por la inspiración y capaz de sentar cátedra en cualesquiera repertorios.

Quienes lo conocieron bien se deshacen en elogios sobre su bonhomía, como Alfonso Aijón, que lo convenció para dirigir a la JONDE en 1998 una ­inolvidable Primera sinfonía de ­Brahms. Y, ajeno a la rampante egolatría o a los abusos de posición dominante habituales en su oficio, él se mantuvo siempre incontaminado por una y por otros. Por eso vale también para él lo que afirmó W. H. Auden sobre Verdi: “En el caso de la mayoría de los grandes hombres, me contento con disfrutar de sus obras. Hay muy pocos que me hagan además desear haber podido conocerlos personalmente”. Y, cambiando el apellido, muchos suscribirían de buen grado su corolario: “Giulini es uno de ellos”. Este extraordinario álbum constituye un emocionante testimonio de muchos de sus mayores logros, tanto humanos como divinos.

Complete Remastered Studio Recordings on Columbia, HMV, Pathé & Electrola 

Carlo Maria Giulini 
Warner Classics
60 CD

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