Rubens y la inteligencia artificial
El genio del pintor, que este otoño protagoniza una monográfica en el Prado, refleja lo que es de imposible alcance para la máquina igual que para el mono: la consciencia de su arte
En una de sus Semanas del jardín decía Rafael Sánchez Ferlosio que, tanto como se puede hablar de una pintura efectista (esa en la que el pintor se ha situado premeditadamente en el lugar del espectador para dirigir hacia él todas sus artimañas persuasivas), se debería poder hacer de una pintura “causatista” para denominar a la que surge de la actitud inversa. Sea como sea, el arte moderno y contemporáneo ha deplorado la deliberada producción de efectos, un poco como el niño decepcionado al descubrir el ilus...
En una de sus Semanas del jardín decía Rafael Sánchez Ferlosio que, tanto como se puede hablar de una pintura efectista (esa en la que el pintor se ha situado premeditadamente en el lugar del espectador para dirigir hacia él todas sus artimañas persuasivas), se debería poder hacer de una pintura “causatista” para denominar a la que surge de la actitud inversa. Sea como sea, el arte moderno y contemporáneo ha deplorado la deliberada producción de efectos, un poco como el niño decepcionado al descubrir el ilusionismo de un truco de magia, o el engaño, en el cine, de que son capaces los así llamados efectos especiales. Todo eso iría en contra de la verdad del arte y del artista, la autenticidad, la integridad de la intención, etcétera.
Pues bien, de toda la historia del arte (y antes de los surrealistas, claro), Rubens es el campeón absoluto de los efectos. De ahí, en gran medida, que, salvo Géricault y su estirpe, hayan sido muy pocos los artistas posteriores que lo han apreciado como un antepasado que les podría enseñar algo. Rembrandt, con quien siempre existió la tentación de compararlo, sería su contrafigura, la cueva dorada y profunda de su interioridad espiritual frente a las apariencias superficiales del maestro de Amberes. Eran, además, las dos orillas de la división religiosa de Europa, allí la escrupulosa conciencia reformada y, a este lado, la externalidad mundana y casi pagana del catolicismo. Para colmo, Rubens fue rico, famoso en toda Europa, un ampuloso diplomático vestido con sedas y plumas y un sombrero de piel de castor, como el que se ha fabricado ex profeso para esta pequeña y elocuente exposición, entre el tenderete de objetos que evocan su obrador idealmente.
Del taller de Rubens salieron 1.500 pinturas, y esa producción industrial, estrictamente orientada al mercado, también habría que añadirla a sus pecados de lesa integridad
Todo conspiraba en contra de la posteridad moderna de Rubens, como una especie de venganza. Y, sin embargo, estas 30 obras, entre las pinturas de su mano, la de sus ayudantes y otras en colaboración, nos permiten cotejos tras los que se pone en evidencia el rasgo más específica y radicalmente moderno: la personalidad intransferible del autor.
Del taller de Rubens salieron 1.500 pinturas, y esa producción industrial, estrictamente orientada al mercado, también habría que añadirla a sus pecados de lesa integridad. El lugar era un tumulto, había allí una actividad frenética, los que muelen los colores, los que impriman las telas, quienes pintan fondos o animales (como Snyders). Las voces de los clientes, los olores de las materias… Todas las pinturas salieron de allí con el sello de una marca registrada: su valor añadido. Pero suponer en este aparato logístico una perversa banalización del arte es también una ingenuidad moderna. Justamente es esa industrialización planificada según una concienzuda división del trabajo, lo que permite comprobar ahora algo tan sustancialmente moderno como el irreductible rasgo autorial del artista que presidía aquel obrador, su inconfundible genialidad.
Entre esas pinturas, la exposición ha tenido el indudable tino de presentar un cuadrito —El mono pintor— de la serie de monos que pintó uno de los asistentes, David Teniers, y a su lado El genio de la pintura, extraña obra de un extrañísimo pintor, Livio Mehus, en la que el genio aparece copiando un cuadro de Tiziano, como de hecho hizo a veces Rubens con las de su maestro. Rubens es, pues, ese genio, el artista capaz de hacer lo que las reglas del arte y su ejercicio mecánico no habían previsto, el autor que sabe todo lo que los obreros del taller —como el mono que pinta— no pueden saber, ese que aporta al arte algo que lo desborda, que lo revoluciona, algo intransferible. En tiempos de inteligencia artificial (como otras veces, lo peor es ese nombre y las confusiones a las que conduce), todo esto da que pensar. De una tecnología que sin duda puede aportar a la microcirugía o a la exploración astrofísica grandes herramientas, es verdaderamente ingenuo (o muy interesado) esperar una creación artística, como si todo fuera bueno para el convento. Rubens, el genio del artista, muestra lo que es de imposible alcance para la máquina —la consciencia de su arte, el concepto— igual que para el mono.
Quizá Van Dyck fuera el único artista de quien se puede decir que lo aprendió todo de Rubens, aunque no está claro que Rubens, propiamente, se lo enseñara. Pese a que esta sea una pequeña exposición, hay que tener en cuenta que El Prado conserva la colección más importante de obras de Rubens y que, justo al lado, en la galería central del museo, hay dos auténticas fiestas de la pintura ante las que podemos hacernos cargo de la precocidad del discípulo y de la genialidad incontestable del maestro: El prendimiento de Cristo, de Van Dyck, y frente a él, La adoración de los magos, con la pequeña cabecita central que consigue interponer un enorme espacio entre la historia sagrada y nosotros, mortales, a pesar de la humanización de todos los personajes. Rubens modificó en España este cuadro que había pintado en Amberes bastantes años atrás, porque, además de completar o dar su remate al trabajo de los ayudantes, el genio, como energía viva que es, también se corrige a sí mismo.
En un efusivo y viejo libro olvidado, Los maestros de antaño, el pintor Eugène Fromentin decía del lenguaje de Rubens: “Tenía las debilidades, los extravíos y el ardor comunicativo de los grandes oradores (…). Un género de elocuencia declamatoria, incorrecta, pero profundamente conmovedora…”. Las cejas exaltadas, los ojos saltones, los carrillos sofocados son sin duda elementos codificados de una dramaturgia. Rubens tiene la destreza persuasiva de los antiguos cartelistas de los cines de la Gran Vía o los ilustradores de las novelas del Oeste. Pero la observación de Fromentin nos pone en camino de comprender lo que, ante sus pinturas, estamos obligados a perdonar, su profusión, su ruido. En definitiva, Rubens nos exige perdonar al arte que lo sea.
‘El taller de Rubens’. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 16 de febrero de 2025.