España: un país que aún no conocemos
Frente a la actual expansión del viejo relato nacionalista, el giro copernicano que propuso Américo Castro desde el exilio descubre una realidad incómoda porque situó la exclusión, la mentira y el crimen en el centro de la experiencia histórica
Día 16 de julio. Victoria en la Eurocopa. Un grupo de aficionados en Cibeles le pide al joven Lamine Yamal que “coma jamón”. No es un gesto inocente: es un acto de memoria. Nos recuerda que en el fondo de la alegría por un triunfo nacional hay también una historia de intolerancia y que el nacimiento mitológico de España en 1492 es inseparable del borrado de sus habitantes no católicos. La tradición laica moderna en el Estado español resulta breve: 50 años y tres regímenes democráticos. El grito del jamón —aunque minoritari...
Día 16 de julio. Victoria en la Eurocopa. Un grupo de aficionados en Cibeles le pide al joven Lamine Yamal que “coma jamón”. No es un gesto inocente: es un acto de memoria. Nos recuerda que en el fondo de la alegría por un triunfo nacional hay también una historia de intolerancia y que el nacimiento mitológico de España en 1492 es inseparable del borrado de sus habitantes no católicos. La tradición laica moderna en el Estado español resulta breve: 50 años y tres regímenes democráticos. El grito del jamón —aunque minoritario— tiene a su favor una historia dogmática más larga. Por eso tuvo fuerza. Sirvió para suspender un espejismo mediático, para demostrar que la Roja, a pesar de su magia multicultural, no representa forzosamente la posibilidad de una nacionalidad múltiple y compleja. La apelación a la pureza étnica del cerdo nos recuerda, por último, que el límite de toda tradición se halla en las manos de sus guardianes.
Día 9 de julio. Detienen a Nacho Cano por la supuesta contratación irregular de un grupo de trabajadores mexicanos, parte de su espectáculo Malinche. Vi la obra. Nos describe la conquista como un gran musical. Hernán Cortés organiza un casting, cuyos participantes buscan (y encuentran) oro, fama y sexo. Al terminar, el propio Cano hace cantar al público un himno donde españoles y latinoamericanos se declaran “hijos del mezcal, de la espada y del flamenco”, “orgullosos” de sus “comienzos”, de “los genes” y “el encuentro”. La vieja idea de La raza cósmica, de José Vasconcelos, se actualiza al servicio del Madrid ayusista: Malinche quiere ser un mito de origen para una metrópolis panhispánica, gracias al borrado, en escena y a un mismo tiempo, de los derechos laborales de sus intérpretes y de la violencia genocida de la colonización americana.
Son solo anécdotas, aunque con anécdotas se recosa un viejo relato nacionalista, a través de festivales, memes, estatuas, documentales o shows televisivos. Es algo que va más allá de los gestos teatrales de Vox. Es un revival que flota sobre un hueco, sobre la ausencia de una fábula histórica alternativa, de un relato democrático que permita pensar públicamente de manera más crítica las ausencias, herencias y violencias que han construido la historia peninsular desde tiempos antiguos. Ese vacío permite gozar en Toledo de las fantasías del Puy du Fou, un parque temático de carácter histórico, con miles de visitantes diarios que contemplan la lucha de la España que come jamón contra sus enemigos de dieta. Se trata de la historia supremacista como espectáculo, de la experiencia de la nación como el triunfo recurrente de un pueblo elegido sobre sí mismo, de la celebración de la “guerra civil inevitable” que, en palabras de Elon Musk, vuelve hoy a confrontar en su seno la sociedad occidental en red.
Para salvar la distancia entre la nación imaginada y el archivo real de sus pasados era necesario cuestionar el marco del relato nacionalista
La definición de la historia nacional como un conflicto permanente contra una alteridad herética —no suficientemente católica, monárquica, castellana, occidental, patriarcal o blanca— resulta la clave explícitamente religiosa con la que Menéndez Pelayo cifró en su día las bases ideológicas y morales en el estudio histórico de la cultura española. Lo hizo en el último tercio del siglo XIX, en un contexto muy particular, tras la primera Restauración borbónica y en oposición a las rupturas democráticas del Sexenio Revolucionario. El sufragio universal, el federalismo, los derechos de las mujeres, la libertad de cultos, los intentos de abolición de la esclavitud o el final de las guerras coloniales eran los enemigos del “verdadero” espíritu de la nación. Así, a la lucha por las libertades, Pelayo opuso una historia distinta, la de la unión espiritual de todos los españoles alrededor del dogma católico gracias al triunfo en dos grandes epopeyas: la Reconquista y el Imperio. El franquismo añadiría su propia “cruzada de liberación” al paquete mesiánico, sin alterar la lógica narrativa, según la cual primero se define un proyecto nacional —destino providente, verdad revelada, unidad de creencia— y luego se justifica la exclusión y la violencia necesarias para imponerlo. No son peculiaridades españolas: son mecanismos estándar en los discursos nacionalistas hegemónicos, reconocibles en el imaginario de Estados Unidos, Marruecos, Rusia, Polonia o Israel. Como explicó Howard Zinn, el discurso de la nación se escribe violentamente contra la historia de las luchas de parte de su ciudadanía por su supervivencia o sus derechos.
El éxito de la matriz de Menéndez Pelayo —que resume el trabajo de varias generaciones de escritores, artistas e investigadores— reside en su poder de seducción más allá de las filas estrictamente tradicionalistas: los mitos católicos del nacionalismo castizo pueden operar con igual eficacia sobre liberales, socialdemócratas o marxistas de generaciones diferentes, como demuestra la penetración del relato civilizatorio de la hispanidad. Basta con comprobar los lugares comunes aún presentes en los manuales de literatura, arte o historia en la educación secundaria. Y aunque el relato nacional-católico no alcance a dar cuenta de la compleja riqueza de la producción cultural del país que analiza, este ha resultado muy eficaz para asentar una serie de tópicos, precisamente ante la debilidad de las interpretaciones alternativas de conjunto. Para poder salvar la distancia entre la nación imaginada y el archivo real de sus pasados era necesario cuestionar el mismo marco del relato nacionalista, operación fundamental que llegaría de mano de Américo Castro, durante su exilio entre 1938 y 1970 en Estados Unidos y, especialmente, a partir de su producción en la Universidad Princeton. La suya se considera una contribución decisiva a la articulación del hispanismo moderno, como señalaron —entre otros muchos— María Zambrano, Juan Goytisolo y Francisco Márquez Villanueva.
Américo Castro realiza sobre el discurso nacional español una operación de descentramiento que, al tiempo, es hija de su propio éxodo y de la destrucción del proyecto colectivo de su generación. Esta supone el desbordamiento de los postulados de Menéndez Pelayo, pero también los de Menéndez Pidal, su antiguo jefe en el Centro de Estudios Históricos. Se verbaliza por vez primera en España en su historia (1948) y representa también una oposición frontal respecto de la cultura oficial de la España franquista, nostálgica de un imperio y de una hispanidad de yugos y flechas y curas. Así, frente a la idea de una “verdadera España”, que logra “ser lo que debe ser”, Castro propone un giro copernicano y decide situar en el centro de la experiencia histórica la exclusión, la mentira y el crimen. De esta forma, el sujeto de la narrativa nacional se complejiza. Se disuelve el héroe épico y emergen a su alrededor otras figuras: Castro se pregunta por las huellas que “judíos” y “moros” habrían dejado en la cultura que los hace desaparecer. Al señalar así, en el corazón del relato fundacional, el gesto del borrado, se propone una identidad nacional a base de fantasmas, una alteridad constitutiva que, en un permanente “hacerse y deshacerse”, requiere de la incorporación maniaca, imposible, de un “otro” que ha sido destruido para que el “uno” pueda llegar a darse. Para Castro, los españoles incorporan aquello mismo que niegan, los conversos, moriscos, arábigos o extranjeros que los habitan espectralmente.
Para el discurso nacionalista en el que se educó Castro, el mero nombramiento de la existencia de un universo judío en la España medieval resultaba incómodo. Implicaba reconocer la realidad material de una experiencia histórica basada en la multiculturalidad. Y nombrar toda la violencia destinada a destruirla. Pero no solo: la presencia del elemento oriental en la fábrica íntima de la cultura ibérica proyectaba la experiencia histórica española como singularidad creativa frente a otras lógicas eurocéntricas, abriendo, al mismo tiempo, la posibilidad de diálogos con otras cosmovisiones meridionales. Para ello, Castro plantea dos tesis simultáneas: la existencia de un sistema de castas en la España medieval que colapsa en el siglo XV y la articulación de la cultura española moderna a través de los intentos de procesar, absorber y negar dicho colapso. Detrás de esta propuesta visionaria no es difícil reconocer un latido biográfico. Representa una respuesta intelectual valiente frente al fascismo, las matanzas de la Guerra Civil o el Holocausto, pero también constituye un modo de agradecimiento a la hospitalidad que la academia norteamericana proporcionó al exilio o de reconocimiento de la riqueza de la sociedad multiconfesional que lo sostuvo. Son paralelismos muchas veces explícitos en las notas de página de los textos. Es como si Castro, para poder asimilar la destrucción de las élites republicanas españolas de 1936, hubiese tenido que estudiar a fondo la expulsión sefardí de 1492.
Y a pesar de seguir siendo un nacionalista español convencido de la gran obra “civilizatoria” realizada en América Latina, un viaje por La realidad histórica de España resulta más que elocuente, tanto en su inventario de matanzas, borrados y espejismos como en su relato de transferencias, resistencias y herencias olvidadas. En conjunto, se nos propone una nación bastarda y mestiza, obsesionada con su pureza y capaz de deshacerse, de forma recurrente, de sus élites intelectuales y profesionales, en un “permanente desvivirse”. Por ello, desde primera hora, el impacto del trabajo de Castro resultó tan innegable que requirió atribuirle la etiqueta de polémico para tratar de limitar su alcance. El debate con Claudio Sánchez-Albornoz se convirtió en el revulsivo académico que permitía ignorar sus tesis en una suerte de juego de suma cero, donde uno puede elegir ser del Madrid o del Barça, del Castro o del Albornoz. Los efectos de este bloqueo aún duran, pues, a pesar del intenso trabajo de revisión académica de las últimas décadas, llama la atención el relativo olvido público de esta figura, al menos en relación con su tamaño descomunal en el pasado siglo, sin un equivalente claro en lo que toca a la comprensión de la historia y la cultura españolas.
Representa una respuesta intelectual valiente frente al fascismo, las matanzas de la Guerra Civil o el Holocausto
Castro era fundamentalmente un liberal conservador, y eso explica que muchos de sus postulados críticos hoy resulten antipáticos desde una sensibilidad progresista. Era un investigador esencialista, obsesionado por el “ser” de los países, al que le faltaba lenguaje —más allá de Heidegger— para nombrar las experiencias históricas colectivas. Pero además de su ceguera de género o raza, de su desconfianza ante una España federal, también nos choca su contradictorio eurocentrismo. Su dificultad para reconocer la potencia cultural de las naciones indígenas en la fábrica de la América Latina actual llama la atención, precisamente a los ojos de alguien, nacido en Brasil, de padres emigrantes —granadinos—, capaz de comprender el universo intercultural de la España del medievo. Todo ello —además de una prosa personal y erudita— dificulta leerle a veces como a un contemporáneo. Pero sus tesis principales, heredadas, divulgadas han acabado por conformar un nuevo sentido común en los hispanismos no españoles, y han dado forma a un saber lentamente asentado también en el contexto peninsular. Se ha asumido su relato crítico del pasado, su visión de la historia como lugar de encuentro con una alteridad que nos constituye en su misma negación. Este es, por otra parte, un denominador común de muchas de las perspectivas actuales en los estudios de la cultura, desde el psicoanálisis, el feminismo, la decolonización, los estudios de memoria o la teoría crítica de la raza.
Tales perspectivas críticas, lógicamente, no son ajenas a las realidades sociales de nuestro tiempo. Hoy más de un tercio de los nuevos nacidos en España tienen padres diaspóricos. La generación ascendente es ya eminentemente posnacional. Y aunque la marca del origen sea también una marca de clase —el proletariado nace siempre de un desplazamiento—, la generación que viene es notablemente diversa, racial y culturalmente. Hay otras transformaciones sociales evidentes en marcha, como las que se verifican en el ámbito del género y la sexualidad. También a propósito de las creencias: el porcentaje de católicos ha descendido hasta la mitad en una sociedad notablemente secularizada, por más que existan otros cultos emergentes. Es también cierto que nunca —al menos desde 1615— se ha hablado tanto árabe en la Península, además de otras muchas lenguas no ibéricas. Y otros cambios son directamente antropológicos: la digitalización de la existencia permite vivir mentalmente en un continente y tener el cuerpo en otro. En su conjunto, estas transformaciones (y sus límites) están creando globalmente nuevas clases sociales trabajadoras, multiculturales, de carácter transnacional, lo que genera fantasías regresivas y deseos de disciplina en los contextos locales donde estas arraigan.
No creo que, en sus transformaciones, la sociedad española de la globalización represente, en estos tiempos de crisis ecosocial, el retorno al universo de las tres culturas de Castro, a pesar de las muchas comunidades, etnias y sensibilidades que la tejen. Creo, sin embargo, que quizá algunas de las preguntas que Castro se planteó a propósito de la España medieval sí pueden resonar creativamente en este nuevo contexto. Así, frente a los llamados a la segregación y la violencia, un modelo cultural deseable tendrá por fuerza que sostenerse en la justicia, la hospitalidad, el respeto y la diferencia. La inteligencia y sabiduría de una sociedad de castas altamente compleja, como fue la ibérica, que supo evitar durante siglos la ruptura social y la violencia total en un contexto geopolítico imposible, de expansión colonial, propaganda y guerra, puede resultar hoy poderosamente inspiradora. Para ello, también harán falta otros mitos, otros parques temáticos, otros musicales y otros cantos deportivos que nos hablen de una historia diferente, en la que puedan caber las otras experiencias de vida en colectivo que habrán de definir, como titularía Castro, La España que aún no conocemos.
Germán Labrador Méndez es profesor en la Universidad de Princeton.
La realidad histórica de España y otros ensayos
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España en su historia
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