El gran error de ‘Final Fantasy XVI’ (y su gran acierto)
La última entrega de la saga apuesta todo a la narrativa a cambio de renunciar a la libertad jugable
En buena medida, Shadow of the colossus es una obra maestra inmortal por su final. En el juego de 2005 dábamos vida a un joven que, para resucitar a su amada, se internaba en una tierra prohibida y silente, donde debía matar a 16 gigantes hechos de piedra y carne. Su transgresión mortuoria no quedaba impune y al final, tras esas batallas que redefinían el concepto de epicidad, éramos convertidos como castigo en un gigante, torpe y poderoso, atacado sin piedad por otros hombres. Esa encarnación...
En buena medida, Shadow of the colossus es una obra maestra inmortal por su final. En el juego de 2005 dábamos vida a un joven que, para resucitar a su amada, se internaba en una tierra prohibida y silente, donde debía matar a 16 gigantes hechos de piedra y carne. Su transgresión mortuoria no quedaba impune y al final, tras esas batallas que redefinían el concepto de epicidad, éramos convertidos como castigo en un gigante, torpe y poderoso, atacado sin piedad por otros hombres. Esa encarnación del gigante volvimos a vivirla en Metal Gear Solid IV (2008), juego en el que, en determinado momento, conducíamos el gigantesco tanque Metal Gear REX (nuestra némesis en el primer juego de la saga) para luchar contra un Metal Gear RAY (el gigantesco tanque del segundo). Ambas eran experiencias similares por cuanto que subvertían la experiencia de juego previa para ofrecer de sopetón una escala completamente distinta, con personajes empoderados bruscamente, con movimientos lentos y arrolladores en medio de paisajes de repente en miniatura. Final Fantasy XVI, con las batallas de los gigantescos eikons, hace de esa experiencia el núcleo de su propuesta, y por eso será recordado con justicia. Por otras cosas será menos recordado. También con justicia.
Final Fantasy XVI es un buen juego, se mire por donde se mire. Es, además, un juego que concreta la idea de superproducción: es monstruosamente grande en cuanto a escala conceptual, con unos valores de producción altísimos, unas cinemáticas apabullantes, un diseño de personajes portentoso, una construcción de mundo de lo más seductora y con una banda sonora tan omnipresente como poderosa. Pero también es un juego que renuncia completamente a la exploración, a la libertad, en aras de ofrecer una experiencia profundamente narrativa. Podemos decir que el juego busca con ahínco satisfacer al jugador en el plano narrativo y en su otro gran pilar, el combate. Y que se olvida un poco de todo lo demás.
El problema, claro, no es el camino que el juego ha decidido seguir. El juego no ha mentido: siempre se ha vendido como una historia lineal para un jugador. El propio productor del juego, Naoki Yoshida, se lo dijo a EL PAÍS en mayo: “esto no es un juego de mundo abierto”. Pero, incluso cuando el ocio digital ha tocado techo con The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom, que alcanza la excelencia desde la libertad plena que da al jugador, optar por el camino contrario, el de renunciar a la libertad para darle al jugador una profundidad narrativa, es legítimo. Siempre y cuando se haga bien, claro.
Final Fantasy XVI es un juego que lo apuesta todo a la historia y a sus personajes, y logra la excelencia durante los dos primeros tercios del juego. El giro hacia la madurez narrativa, las influencias de El señor de los anillos o Juego de tronos, el mundo que nos propone —en el que las naciones no solo se pelean, sino que bailan un ajedrez táctico sobre si usan o no a esas armas de destrucción masiva que son los humanos capaces de convertirse en dioses—, todo eso es perfecto, igual que los personajes en un principio, con ese conflicto geopolítico que se cristaliza en el propio conflicto entre dos hermanos con una madre psicópata. Pero pasadas un par de batallas de eikons a mitad del juego (que son de lo mejor que el mundo de los videojuegos puede ofrecer), el desarrollo de su historia se vuelve ramplón. Las batallas no vuelven a brillar tanto y el antagonista —el malvado a escala cósmica y ontológica, un tropo marca de la casa— es sencillamente manido, maniqueo y facilón como personaje. Esa tercera parte, apresurada, con altibajos de ritmo, más anime que novela, desconecta al jugador.
Una obra artística debe ser juzgada por lo que pretende, no por lo que no es. La renuncia a la libertad en aras de la profundidad narrativa puede gustar más o menos, pero es una decisión creativa plenamente consciente y válida. Quedarse a medio gas en el camino de la emoción, cuando esa emoción es una de las marcas de identidad de la saga, no lo es: es un objetivo que este juego no logra alcanzar. Y aquí encontramos una obra que deja un sabor agridulce. Tenemos un buen sistema de combate, rápido, lleno de luces y chispas y que se engloba dentro del espectro Devil May Cry de eclecticismo visual, pero que se torna sublime cuando nuestro protagonista se convierte en gigante y cambia de ritmo y escala. Tenemos una buena historia y una buena construcción de mundo. Pero, al final, tenemos un último tercio que se desentiende de los objetivos que el juego se había marcado en su primera mitad, confunde al jugador e impide al juego usar la gran carta que la saga ha sabido usar en sus momentos más brillantes: la de la los sentimientos.
No pasa nada. Quizá este no es el gran Final Fantasy que esperábamos, pero sí es un gran juego. Un juego que insufla aire fresco a la franquicia y nos hace confiar en el futuro, en futuras entregas y en el equipo creativo que hay detrás. Es decir, nos hace soñar de nuevo con esa fantasía final que tantas ganas tenemos de jugar.
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