La última gran joya musical de Finlandia
Klaus Mäkelä, deseado por todas las orquestas, debuta discográficamente con una grabación integral de las Sinfonías de su compatriota Jean Sibelius al frente de la Filarmónica de Oslo
Jean Sibelius consiguió hacer realidad el sueño al que aspira todo gran sinfonista: componer un corpus congruente y unitario de obras, poseedoras todas ellas de personalidades diferentes y un perfecto reflejo al mismo tiempo de la propia evolución estilística de su autor. Es decir, mutatis mutandis, aquello que habían hecho antes que él todos los grandes cultivadores del género, de Haydn a Brahms, de Mozart a Mahler, de Beethoven a Bruckner. El compositor finlandés no llegó al mágico número nueve que entronizó, sin...
Jean Sibelius consiguió hacer realidad el sueño al que aspira todo gran sinfonista: componer un corpus congruente y unitario de obras, poseedoras todas ellas de personalidades diferentes y un perfecto reflejo al mismo tiempo de la propia evolución estilística de su autor. Es decir, mutatis mutandis, aquello que habían hecho antes que él todos los grandes cultivadores del género, de Haydn a Brahms, de Mozart a Mahler, de Beethoven a Bruckner. El compositor finlandés no llegó al mágico número nueve que entronizó, sin quererlo, el autor de Fidelio, sino que se bajó del tren sinfónico dos estaciones antes. Empezó a componer, y quizás llegó incluso a concluir, una Octava Sinfonía, pero su largo silencio autoimpuesto de más de tres décadas siguió pertinazmente sin quebrarse hasta su muerte en 1957. No obstante, si decidimos incluir en la lista a la juvenil Sinfonía Kullervo (1892), que, además de la orquesta, requiere para su interpretación dos solistas vocales y coro masculino, y otorgamos estatus sinfónico a Tapiola (1926), su última gran obra orquestal y casi el corolario natural de su Séptima Sinfonía, Sibelius sí habría logrado emular y situarse en idéntico umbral que Beethoven, Bruckner o Mahler.
Simbólicamente, la Primera Sinfonía, en su versión revisada, se estrenó el 1 de julio de 1900 en Estocolmo, en el arranque de una gira de la Orquesta Filarmónica de Helsinki. La capital sueca sería también la ciudad que acogería el estreno de la Séptima Sinfonía, dirigida esta vez por el propio Sibelius el 24 de marzo de 1924. Todas las sinfonías intermedias se estrenarían en la capital finlandesa bajo la dirección del compositor. Un cuarto de siglo no es mucho tiempo para una vida que permitió a Sibelius ser nonagenario, pero sí lo es si descontamos los más de treinta años en que el músico renunció casi por completo a componer. La huella de su formación clásica alemana es inequívoca en su producción, al tiempo que su música fue forjándose con un lenguaje extremadamente personal, muy influido por la avasalladora presencia de la naturaleza finlandesa. En sus siete sinfonías no hay, sin embargo, influencias folclóricas o mitológicas, tan frecuentes en otras parcelas de su catálogo: es música pura, abstracta, absoluta, que logró mantenerse incontaminada por las vanguardias y los derroches de sensualidad de principios de siglo, lo cual no la convierte, ni mucho menos, en conservadora. La Cuarta Sinfonía, por ejemplo, escrita como “una protesta contra las composiciones actuales”, es decididamente avanzada, en términos de forma, de escritura orquestal y de austeridad: lo que parecía una muerte segura, de resultas de un tumor maligno en la garganta, tiñó de negro la partitura quizá más lóbrega y críptica de Sibelius.
Y cómo la dirige, sobre todo primer y tercer movimientos, Klaus Mäkelä, que ha debido de criarse oyendo estas sinfonías, e incluso tocándolas en sus años como violonchelista profesional. Pero ahora es él quien ha cogido el relevo de varias gloriosas generaciones de directores finlandeses, de Robert Kajanus a Susanna Mälkki, de Paavo Berglund a Esa-Pekka Salonen, de Leif Segerstam a Mikko Franck, de Jorma Panula (el maestro de muchos de ellos) a John Storgårds, de Ulf Söderblom a Tarmo Peltokoski, el último prodigio surgido del frío. ¿Existe algún país en el mundo que haya producido tantos grandes directores por millar de habitantes? Difícilmente. Mäkelä, sin embargo, va camino de construir una carrera más global que cualquiera de ellos, porque no hay gran orquesta que no anhele tenerlo en su podio, y no por apuntarse a lo que algunos considerarán quizás una moda pasajera o por haberse dejado engatusar por dimes y diretes: el joven director conquista a los instrumentistas en la intimidad de los ensayos, más que bajo los focos durante los conciertos, y son ellos quienes caen rendidos ante su talento, no sus jefes. El pasado verano, la Orquesta Ciudad de Granada pidió tener un ensayo adicional con él, un gesto en absoluto habitual en unos colectivos de actividad hiperregulada y poco dados a la generosidad. De momento, la Filarmónica de Oslo y la Orquesta de París lo han nombrado su director titular, pero una vinculación cada vez más estrecha con la Real Orquesta del Concertgebouw (basta ver su calendario para constatarlo) permite augurar un futuro nombramiento al frente de la gran formación neerlandesa, descabezada desde la salida atropellada de Daniele Gatti. Mäkelä acaba de debutar con la Sinfónica de Chicago y la próxima temporada lo espera la Filarmónica de Berlín: no hay montaña que no lo quiera de escalador en su cima.
A estas alturas de su carrera, la asombrosa madurez del finlandés, que cumplió 26 años el pasado mes de enero, se da ya casi por descontada. No le ha dado miedo enfrentarse a la música más conocida del gran tótem cultural de su país, ni parece que tema tampoco la comparación con los mejores intérpretes de su ciclo sinfónico, entre los que no pueden faltar el ya citado Paavo Berglund, John Barbirolli y Colin Davis (en Gran Bretaña se ha rendido desde siempre pleitesía a Sibelius) o, por supuesto, Leonard Bernstein, un nativo de Nueva Inglaterra que parecía tener hilo directo con el músico finlandés. Junto a ellos, que no lejos de ellos, se sitúa ahora Klaus Mäkelä, un aprendiz de brujo que iba a haber grabado estas obras al tiempo que las dirigía, en orden cronológico, en concierto en Oslo entre el otoño de 2020 y la primavera de 2021, pero que al final tuvo que ensayarlas y grabarlas, sin público y con sus músicos debidamente distanciados entre sí, durante las olas centrales de la pandemia. A tenor de lo que se escucha en estos discos, aquellos encierros de orquesta y director con un solo juguete tuvieron que ser de un altísimo voltaje emotivo y conceptual.
Mäkelä no imita a nadie, e incluso podría afirmarse que tampoco recuerda a nadie. Tiene ideas propias y un concepto muy claro de cómo debe sonar el Sibelius sinfónico. Las maderas y la cuerda grave —esenciales ambas en la escritura orquestal de su compatriota— se revisten siempre de la densidad y la presencia sonora necesaria. La herencia posromántica aparece tamizada por un afán constante de organicidad y contención expresiva, los silencios —también cruciales en esta música— poseen la elocuencia necesaria y el tempo es infinitamente terso y flexible, aunque en algunos momentos se echan de menos esos gozosos arranques de libertad de Barbirolli que siguen sorprendiéndonos y removiéndonos en nuestro asiento aun tras la enésima escucha. Pero si Mäkelä, a su edad, es ya capaz de dirigir estas obras como aquí lo hace, cuesta imaginar a qué alturas logrará elevarse tras veinte o treinta años de experiencia (la dirección orquestal es una carrera de fondo) y las enseñanzas que brinda el trabajo asiduo con las grandes orquestas: la centenaria de Oslo es una de ellas. En estas grabaciones estuvo imperativamente ausente el público, que sí podrá escuchar por fin estas obras en vivo, en la que va a ser la primera gira internacional del director y su orquesta noruega, a partir de este sábado en la Konzerthaus de Viena (donde va a estar Pablo L. Rodríguez para contarlo a los lectores de EL PAÍS) y la Elbphilharmonie de Hamburgo. Klaus Mäkelä dejará a buen seguro a muchos —y al propio Sibelius si viviera— boquiabiertos.
SIBELIUS: Sinfonías núms. 1-7. Tapiola. Tres fragmentos de última época. Filarmónica de Oslo. Dir.: Klaus Mäkelä. Decca, 4 CD.
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