Silencio en la sala: el fin de una era para la ciencia del sonido
En solo dos meses, los ‘sound studies’ han perdido a dos de sus cabezas fundamentales: Raymond M. Schafer, el padre adoptivo de la disciplina, e Ian Rawes, uno de sus cultivadores más compulsivos y sugerentes
Los sonidos no hablan por sí solos. Pero tampoco las imágenes. Mucho menos las palabras. La enorme cantidad de información que se necesita para entender una palabra, incluso la más sencilla, digamos agua, es casi inconmensurable. Se necesita conocer un mundo para entender una palabra. O, bueno, quizá no tanto. Pero es harto complejo. Y si pasamos de campos reglados, como los del lenguaje, a campos más volubles, como la imagen o el sonido, la cuestión se antoja más compleja. De hecho, hasta ...
Los sonidos no hablan por sí solos. Pero tampoco las imágenes. Mucho menos las palabras. La enorme cantidad de información que se necesita para entender una palabra, incluso la más sencilla, digamos agua, es casi inconmensurable. Se necesita conocer un mundo para entender una palabra. O, bueno, quizá no tanto. Pero es harto complejo. Y si pasamos de campos reglados, como los del lenguaje, a campos más volubles, como la imagen o el sonido, la cuestión se antoja más compleja. De hecho, hasta Raymond Murray Schafer, que murió este 14 de agosto a la edad de 88 años, el análisis del sonido no se había realizado nunca de modo tan pormenorizado. Psicologías del sonido había ya en los años veinte; tratados de acústica, siglos antes. Sin embargo, nunca antes nadie había tratado de entender la relativa autonomía del sonido dentro del mundo que lo genera.
Paisaje sonoro y ecología acústica
Raymond Murray Schafer fue un gran creador de terminología ahora ya normalizada: paisaje sonoro, clariaudiencia, diseño acústico, esquizofonía, sonografía, soundmark o ecología acústica. Y aunque se le reconoce, sobre todo, por el primer concepto, que da nombre a su libro más sistemático, The Soundscape (1977), su obsesión giró en torno al último. Efectivamente, el motor del trabajo de Murray Schafer fue el fatal impacto que han ejercido sobre la población los cambios en el paisaje sonoro de los últimos trescientos años. El origen del problema, para el autor, fue la Revolución industrial. Esta llevó al mundo a unas cotas de polución acústica que considera insostenibles. Filtró su expresa militancia a través de una importante labor pedagógica. Y su propuesta era clara: dar un paso atrás, volver a un entorno sonoramente sostenible. Un gesto reactivo, ese reditus al campo —quizá miserable, pero noble— tras probar suerte en la ciudad —inhumana y cainita— que tan bien representa el panfleto falangista dirigido por Nieves Conde, Surcos.
Schafer fue un gran creador de terminología ahora ya normalizada: paisaje sonoro, ‘clariaudiencia’, diseño acústico, ‘esquizofonía’, ‘sonografía’, ‘soundmark’ o ecología acústica
Pese a toda la complejidad de conceptos que teje, las propuestas del canadiense no tenían otro fin efectivo que servir de apelación a los poderosos para que legislaran sobre el ruido (otro de sus principales temas de interés). Fuera de su marco analítico quedaba el hecho de que ese ruido que le espantaba era efecto de un modo de producción económico que generó unos conflictos sociales que no tienen marcha atrás y para cuya resolución la legislación, sea cual sea, es, desde luego, inútil. Es el límite de cualquier teoría que quiera representar el sonido como un ente autónomo. Porque, si bien los análisis de Murray Schafer son inéditos, la reivindicación de una ecología acústica es una ideología que cuenta ya con más de un siglo de antigüedad.
Uno de los actuales investigadores en sound studies, Samuel Llano, hace uso en su libro Notas discordantes (recientemente traducido al castellano) de un neologismo muy cercano al de ecología acústica: el de higiene auditiva, que le sirve como conductor para entender una práctica legislativa sobre el ruido que la autodenominada clase media —es decir, la pequeña burguesía emergente de finales del XIX— usó en su proceso de legitimación social frente a la clase trabajadora; un caso de aplicación práctica de la idea de ‘higiene social’, con todo el sentido que le daban al término los Lombroso y Nordau o, aquí en España (el campo estudiado por Llano), Salillas o Bernaldo de Quirós.
La historia social sonora
En otro punto teórico, casi antagónico, se encuentra el recientemente desaparecido Ian Rawes, que, tras una “corta enfermedad”, murió este 19 de octubre a los 56 años. Su relación con el sonido fue muy distinta. Estaba al frente del proyecto The London Sound Survey, el mayor archivo de grabaciones de campo que se ha generado sobre ciudad alguna. Rawes, aunque en los últimos años era ya muy renuente a la práctica teórica (“Al principio sí que escribía pomposos textos sobre la documentación de los sonidos de la ciudad, como haciéndole un favor a la gente…”) y su obsesión era ya solo de archivero, acuñó para su trabajo el término historia social sonora. Su intuición fundamental era que en los sonidos se conserva una información útil que se pierde en otras fuentes. Si Murray Schafer, literalmente, auditaba Vancouver y lo comparaba con la campiña francesa para mostrar lo insoportable de la ciudad, Rawes se cuestionaba las razones de las diferencias acústicas entre un barrio periférico y uno residencial de la ciudad de Londres. Además, Rawes no utilizaba el campo como ejemplo aleccionador. Derek Walmsley recuerda que, hacia 2019, Rawes tenía en mente utilizar sus técnicas de registro sonoro para representar las mutaciones que experimentaban los trabajadores de una zona interior de Cambridge a caballo entre el rural y las zonas industrializadas con el cambio en las dinámicas de explotación de las tierras. Los sonidos, para Rawes, eran capaces de recomponer partes de las relaciones sociales que la imagen o la palabra dejaban escapar.
Rawes estaba al frente del proyecto The London Sound Survey, el mayor archivo de grabaciones de campo que se ha generado sobre ciudad alguna
Su interés por el registro sonoro le llevó también a reunir una impresionante historia sonora de Londres. Su archivo se componía de varias decenas de miles de registros sonoros no musicales, entre grabaciones de campo realizadas por él y grabaciones históricas por él compiladas. Aunque tenía clara la función de la grabación como fuente para los historiadores —y, de hecho, unas de sus principales obsesiones durante estos últimos años fue encontrar el modo de conservar un archivo digital, ejemplo de obsolescencia por excelencia— por momentos se dejaba llevar por el placer, artizaba el archivo, dejaba de ser un archivero para convertirse en coleccionista, mostrando cierto fetichismo (comprensible cuando llevas una vida entre registros). De hecho, su trabajo es mucho más valorado en el campo de la experimentación musical que en el de la historia social. La metodología está muy por desarrollar y, para la inmensa mayoría de historiadores, el registro sonoro es una fuente, por ahora, ininteligible. Faltan códigos. Porque es una impostura dejar hablar a los sonidos. Porque los sonidos, como las palabras, no hablan, pero sí encriptan relaciones y situaciones; relaciones y situaciones que merece la pena entender. A esta tarea ingrata dedicaron su vida Raymond Murray Schafer e Ian Rawes. En el mismo campo. En polos opuestos.
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