El arte contemporáneo encuentra su lugar en el mapa
De Jasper Johns a Olafur Eliasson, de Mona Hatoum a Mark Bradford, no son pocos los creadores que se apoyan en la cartografía para expresar ideas sobre la identidad, la política y las relaciones sociales
El mapa más antiguo que se conoce fue realizado hace miles de años, en la cueva de Lascaux. Allí, sobre las paredes de piedra, un artista avant la lettre pintó el cielo nocturno cubierto de constelaciones. Todo, absolutamente todo, desde las partículas elementales al universo, tiene cabida en un mapa. Como ocurre en Lascaux, este puede cumplir varias funciones, que fluctúan desde el ámbito de lo puramente informativo y documental hasta el terreno de lo estético y lo conceptual.
A lo largo del tiempo abismal que nos separa de los humanos que hicieron de la gruta francesa su lienzo...
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El mapa más antiguo que se conoce fue realizado hace miles de años, en la cueva de Lascaux. Allí, sobre las paredes de piedra, un artista avant la lettre pintó el cielo nocturno cubierto de constelaciones. Todo, absolutamente todo, desde las partículas elementales al universo, tiene cabida en un mapa. Como ocurre en Lascaux, este puede cumplir varias funciones, que fluctúan desde el ámbito de lo puramente informativo y documental hasta el terreno de lo estético y lo conceptual.
A lo largo del tiempo abismal que nos separa de los humanos que hicieron de la gruta francesa su lienzo, creadores de todas las épocas se han valido de los mapas para expresar en sus obras ideas transitorias sobre el sentido de la identidad, las situaciones políticas, las relaciones sociales, las migraciones y los conflictos que brotan no solo en el mundo exterior, sino también en el vasto territorio de la intimidad, uno de los pocos espacios donde aún no ha llegado el ojo de Google Maps.
El mundo visto desde Occidente
Uno de los artistas vivos que lo ha hecho con mayor notoriedad es Jasper Johns, a quien el museo Whitney de Nueva York dedica una retrospectiva hasta el 13 de febrero de 2022. Famoso por sus banderas de barras y estrellas, la serie de mapas de su país que realizó en los sesenta a base brochazos y líneas desdibujadas desafía la exactitud cartográfica al tiempo que abre un interrogante sobre el significado de la pintura de paisajes. La asociación de esas dos ideas, como apuntó en la época el historiador Max Kozloff, remite inequívocamente a un punto concreto, definitorio de su obra: “La experiencia del lugar americano”.
El arte occidental está plagado de representaciones cartográficas que invitan a cuestionar conceptos como la arbitrariedad de las fronteras y la veleidad de la procedencia geográfica para, de algún modo, reconfigurar una realidad inestable que sin embargo suele presentarse como inamovible. Se plantean debates y se señalan asuntos no solo desde el punto de vista de los constructos sociales, sino también del de la propia naturaleza. Por ejemplo, en Daylight Map (2005), una instalación de tubos de neón que remite a las particiones de los husos horarios, el danés Olafur Eliasson va siguiendo en tiempo real el movimiento de la luz solar sobre el globo.
Las series City Lights (1985-86) y Metro Plots (1998-99), de Ed Ruscha, colocan la lupa sobre Los Ángeles para recomponer la ciudad como una abstracción geométrica donde el plano se infunde de posibilidades ilimitadas por medio de la representación del entramado de sus calles y carreteras. Utilizando distintos mapas náuticos como base, Julian Schnabel intenta plasmar en sus Navigation Drawings (2008) la expansividad y profundidad de la práctica pictórica.
Existen muchos otros ejemplos en los que el mapa es inspiración, sujeto, soporte o idea para la obra de arte. Yoko Ono escribió en 1962 Map piece, una de sus piezas conceptuales en la que, a partir de un texto, insta a dibujar un mapa imaginario para perderse. John Baldessari cogió un mapa en el que ponía “California” y fue a los distintos puntos donde se situaba cada una de las letras sobre el papel para recrear esas mismas letras en el terreno (California Map Project, 1969).
Damien Hirst diseñó en Black Scalpel Cityscapes (2014) los mapas de 17 ciudades, de Washington a Bagdad, con todo tipo de materiales afilados como ganchos, cuchillas y agujas para aludir de un modo metafórico a los sistemas de vigilancia imperantes en el mundo moderno. Grayson Perry pintó su autorretrato como una imaginaria ciudad amurallada (A Map of Days, 2013). Mark Bradford, expuesto hasta el 31 de octubre en la sede menorquina de Hauser & Wirth, superpone estratos de significados —que van desde sus sentimientos más privados a la relación entre África y EE UU (él es afroamericano) y la violencia y la marginalidad en su país— en pinturas abstractas que, en ocasiones, se metamorfosean en mapas.
Varios de estos ejemplos, y otros cuantos cientos más, están recogidos en el libro The Map as Art (2009), de Katharine Harmon, entusiasta de la cartografía como medio de expresión que también ha publicado títulos como You are here (2016), con mapas de la ciudad de Nueva York. Una bitácora de internet, cARTography, también se dedica a reunir ejemplos sobre este tema.
Geografías de la disidencia
Más allá de los límites geográficos y culturales de Occidente, el uso de los mapas se tiñe muchas veces de significados aún más ligados al activismo y la protesta. La identidad, el sentido del yo, adquiere una fuerza telúrica. Se construye dentro de una frontera para proyectarse sobre todo el planeta.
Mona Hatoum, libanesa de origen palestino, carga sus mapas de metáforas que buscan activar la conciencia colectiva en torno a los temas de la violencia territorial y el exilio. Desde Brasil, Vik Muniz usa desechos de los interminables vertederos de Río de Janeiro para crear mapamundis que luego fotografía: la chatarra tecnológica que invade su país interconecta todos los continentes.
El recurso de los mapas también puede tener un carácter colectivo. La muestra Al sur del sur (hasta el 1 de noviembre en La Térmica de Málaga) presenta las cartografías disidentes de cuatro artistas latinoamericanas (Voluspa Jarpa, Agustina Woodgate, Graciela Sacco y Paola Monzillo) que trazan con sus propuestas rutas alternativas. Para ellas, los mapas son dispositivos de control y muestras del poder económico, político y social cuyos mecanismos deben sacarse a la luz.
Sobre la creatividad latinoamericana, la historiadora del arte, crítica y escritora argentina Graciela Speranza escribió en 2012 Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes. En él se analizan obras de creadores desde Francÿs Alis a Guillermo Kuitca: el primero proyectó un mapa inverosímil al viajar desde México a EE UU sin atravesar su infame frontera (para lo que tuvo que cruzar otros 16 países) y el segundo pintó en 1995 —es solo uno de los muchos ejemplos de mapas que pueblan su obra— planos sobre colchones que interconectan los polos de lo privado y lo público.
Hay muchos más nombres en la obra de Speranza. No solo los de artistas plásticos como Alfredo Jaar, Tomás Saraceno y Doris Salcedo sino también escritores, desde Roberto Bolaño a Fernando Vallejo; de Sergio Chefjec a Marcelo Cohen. La suma de todos sus mapas visuales y literarios, reales e imaginarios, de sus ciudades y redes de conexiones humanas compone un atlas de la caleidoscópica creatividad emanada de aquel continente. No todos esos trabajos tienen que ver con la cuestión de la identidad o las fronteras. Se trata, sobre todo, de la prueba de algo que se suele obviar aquí: en todas las latitudes se crean obras de arte universales.
La idea de escribir aquel ensayo, finalista del Premio Anagrama, surgió tras una visita a una exposición del Reina Sofía: Atlas, ¿cómo llevar el mundo a cuestas? A partir del Atlas Mnemosyne de Aby Warbourg, ese mítico compendio de imágenes entretejidas por hilos invisibles que aspira a unificar el flujo de la iconografía universal, el pensador Georges Didi-Huberman comisarió una muestra de arte transnacional vinculado de igual modo por medio de relaciones que trascienden el sentido de la historiografía tradicional. En aquella propuesta, sin embargo, no figuraba ni un solo autor latinoamericano. De ahí surgió la reflexión de Speranza.
“La globalización ha abierto y acelerado la circulación cultural, pero a distintas velocidades según las rutas y la dirección de los intercambios económicos. Y aunque las teorías culturales poscoloniales han promovido la ampliación del mapa global para incluir a las culturas periféricas, el multiculturalismo institucionalizado fetichiza al Otro de los márgenes sin alterar las estructuras de los poderes centrales”, reflexiona la crítica en el ensayo. “La corrección política ha llevado al reconocimiento del Otro, es cierto, pero al precio de aplanar las diferencias, domesticar lo minoritario y normalizar las singularidades en una variedad inocua que alimenta la expansión voraz del mercado del arte”.
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