El espíritu de Furtwängler vuelve a reencarnarse
Una nueva reedición de sus grabaciones oficiales, que acaba de publicar Warner en 55 discos, es una auténtica cámara de las maravillas que era capaz de alumbrar el director alemán
La anécdota la contó Werner Thärichen, timbalero solista de la Filarmónica de Berlín. Mientras participaba en un ensayo, siguiendo la partitura orquestal para entretenerse durante uno de esos largos períodos de inactividad en los que no hay una sola nota escrita para los timbales, en un momento dado percibió que, de repente, el sonido de la orquesta se había transformado por completo. Alzó la mirada hacia el director que ocupaba el podio, pero allí no identificó nada que explicara el cambio. Luego se fijó en sus colegas ...
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La anécdota la contó Werner Thärichen, timbalero solista de la Filarmónica de Berlín. Mientras participaba en un ensayo, siguiendo la partitura orquestal para entretenerse durante uno de esos largos períodos de inactividad en los que no hay una sola nota escrita para los timbales, en un momento dado percibió que, de repente, el sonido de la orquesta se había transformado por completo. Alzó la mirada hacia el director que ocupaba el podio, pero allí no identificó nada que explicara el cambio. Luego se fijó en sus colegas y vio que todos estaban mirando de reojo en dirección a la puerta de la sala, junto a la cual se encontraba Wilhelm Furtwängler, que acababa de entrar. Bastó percibir su perfil a lo lejos para que, sin que hiciera el más mínimo gesto, con su sola presencia, el sonido de la orquesta cambiara radicalmente y pasara a ser “infinitamente hermoso”, según lo describe Thärichen, que explica que el director llevaba ese sonido en su interior con tal fuerza que provocaba en otros el contagio. La sensación que tenían los músicos era que estaba invitándoles a unirse a él.
Cuando se oyen las grabaciones dirigidas por el propio Furtwängler, son tantos los pequeños milagros que se suceden, tan incomprensibles que escapan a cualquier explicación racional, que no queda más remedio que refugiarse en ese magnetismo que irradiaba el director alemán, muy alto, enjuto, con brazos larguísimos que, al moverse, descabalaban aún más su figura. Sus propias composiciones, de un romanticismo desbordante, confirman lo que se intuye al escuchar su manera de dirigir, muchas décadas después de su creación, las obras de Beethoven, Schumann, Wagner, Brahms o Richard Strauss: que nació, quizá, medio siglo más tarde al menos de lo que cuadraba a su sensibilidad plenamente romántica, a su subjetivismo a ultranza, a su empatía natural con un lenguaje armónico y formal que, cuando él inició su carrera, ya había dado paso a nuevos estilos. Pero buena parte del siglo XX y sus miserias le eran ajenos. Furtwängler parecía habitar en otro tiempo, el que vio surgir esa música alemana que él consideraba “el mayor logro artístico de todos los pueblos de los tiempos modernos”, a la vez que pensaba que la música de su propia época estaba sumida en una profunda crisis. Pero el Furtwängler director se eleva muy por encima del compositor tardorromántico o del pensador nostálgico. Ahí su talento natural lo lleva en volandas hasta la cima, porque lo que en otros directores, al interpretar una misma obra, son versiones que parecen calcos unívocos de un mismo modelo, en él todo se tiñe siempre de imprevisibilidad, diferencia, aventura, misterio, fluctuación, desbordamiento.
En la discografía de Furtwängler –una espesa jungla en la que no resulta fácil orientarse– se dan cita las grabaciones oficiales realizadas en estudio, las legales o piratas de sus conciertos en vivo y las transmisiones radiofónicas. De estas últimas, la Filarmónica de Berlín editó en 2019 en su propio sello discográfico la totalidad de las realizadas durante la Segunda Guerra Mundial, muchas de cuyas cintas permanecían aún en Moscú, en los antiguos archivos soviéticos. Las segundas han sido publicadas, con información y fechas no siempre fiables, y atribuciones poco fidedignas, en numerosos sellos. Warner Classics edita ahora, con sonido muy mejorado, el grueso de su discografía que podría llamarse oficial, un total de 54 discos completados con otro de carácter documental en el que personas que lo conocieron bien o tocaron bajo su batuta (su mujer Elisabeth, Yehudi Menuhin, Dietrich Fischer-Dieskau, el compositor Berthold Goldschmidt, el concertino Hugh Bean, entre muchos otros) hablan de sus métodos, su personalidad, su técnica, sus inseguridades. Las grabaciones abarcan un amplio arco temporal que arranca en 1926 (una magnífica Quinta de Beethoven al frente de la Filarmónica de Berlín) y culmina en la histórica grabación de Die Walküre terminada poco más de un mes antes de su muerte en 1954, al frente de la Filarmónica de Viena y con Martha Mödl y Leonie Rysanek como soberbia pareja femenina protagonista. El penúltimo disco contiene varias interpretaciones inéditas hasta ahora, entre ellas una trascendente y dolorida Sinfonía “Incompleta” de Schubert grabada en Copenhague en 1950, de nuevo con la orquesta austríaca. De ese año es también una interpretación aún insuperada de Muerte y transfiguración, de Richard Strauss.
Las diferentes tomas en estudio no hacen que Furtwängler resulte menos reconocible: nadie salvo él podría haber dirigido, por ejemplo, las versiones completas de Fidelio o Tristan und Isolde, esta última una de las cimas discográficas de todos los tiempos, con un primer acto vehemente, un segundo incandescente y un tercero anhelante, todos ellos impregnados de un halo filosófico de trascendencia. Cuando colabora con solistas de su cuerda, como Edwin Fischer o Yehudi Menuhin, los resultados son un intercambio constante de inspiraciones. Con el segundo le unió una relación muy especial: el director ario y el violinista judío se defendieron mutuamente antes, durante y después de la guerra, cuando la irrupción del nazismo puso a Furtwängler en una situación insostenible. Pero, política aparte, sus recreaciones conjuntas de los Conciertos de Beethoven, Mendelssohn, Brahms y, sorprendentemente, Bartók son el testimonio del encuentro entre dos almas afines, entre dos poetas separados por un alambre de espino.
En las versiones de Furtwängler llama la atención su capacidad para conseguir que toda la orquesta le siga en algunos momentos –fundamentalmente transiciones de un tempo a otro y codas finales– en los que no parece dirigir a sus instrumentistas, sino arrastrarlos, pues le siguen como hechizados. Ejemplos paradigmáticos son la llegada del Lebhaft en el primer movimiento de la Cuarta Sinfonía de Schumann, cuyo final conoce a su vez una de las traducciones más arrebatadas e incandescentes de las que hay noticia. Momentos similares se encuentran en su Novena de Schubert de 1951, otro hito interpretativo inalcanzable, o en su Novena de Beethoven en el Bayreuth recién reabierto de la posguerra, quizá no la mejor de sus grabaciones de la obra, pero sí cargada de significación histórica y con un movimiento lento antológico (a pesar de que algunos instrumentistas de viento no tuvieron su día más acertado). Los pasajes fugados del cuarto, que conoce otro de esos finales desaforados en los que la orquesta le sigue –incomprensiblemente– como un solo hombre, dicen también mucho de su capacidad para hermanar claridad y tensión, del mismo modo que la Pastoral de 1952 revela al ensoñador, al paseante solitario, al pintor al natural de pinceladas leves y certeras deslumbrado ante lo que observa, mientras que la Sinfonía núm. 1 del mismo año es una portentosa plasmación del equilibro entre orden clásico e ímpetu juvenil. El álbum incluye también dos versiones de la “Heroica” y hasta tres de la Quinta Sinfonía, todas a cuál más irresistible. Furtwängler parecía haber firmado un pacto fáustico con Beethoven, que no ha conocido hasta hoy un traductor más inspirado o personal.
Una anécdota reiterada a menudo, y muy probablemente espuria o deformada, como tantas de las que se inventaron sobre él, cuenta que, tras quejarse el violinista Ignaz Schuppanzigh de que Beethoven había compuesto un pasaje que él consideraba intocable, el compositor espetó a su amigo: “¿Qué me importa su miserable violinucho si es el Espíritu el que me habla?” El Espíritu también debía de tener comunicación directa con Wilhelm Furtwängler: le invadía, como si lo poseyera. Y, en ese preciso momento, se producía el milagro.
The complete Wilhelm Furtwängler on record. Warner Classics. 55 CD.
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