Lo peor está por llegar
La situación en Afganistán recuerda a lo de Saigón. Ahora solo falta que los EE UU terminen de aliados de los talibán, cosas más difíciles hemos visto
Guerras
Afganistán: un país hecho trizas tras una guerra de desgaste —war of attrition, guerra de atrición, literalmente— que dura más de veinte años; un estado fallido de verdad (nada que ver con, por ejemplo, Venezuela, que, sin embargo, tampoco está como para echar cohetes) en el que los que tienen más que perder no pueden o ya no quieren defenderlo, abandonados por los mismos “aliados” que, veinte años antes, financiaron y armaron al yihadismo islamista y alumbraron a los talibán, que parecían venir de otro tiempo. Las consecuencias de la cínica retirada de las fuerzas...
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Guerras
Afganistán: un país hecho trizas tras una guerra de desgaste —war of attrition, guerra de atrición, literalmente— que dura más de veinte años; un estado fallido de verdad (nada que ver con, por ejemplo, Venezuela, que, sin embargo, tampoco está como para echar cohetes) en el que los que tienen más que perder no pueden o ya no quieren defenderlo, abandonados por los mismos “aliados” que, veinte años antes, financiaron y armaron al yihadismo islamista y alumbraron a los talibán, que parecían venir de otro tiempo. Las consecuencias de la cínica retirada de las fuerzas del Imperio, tras una demoledora ofensiva final que tomó por sorpresa a la ¿seguridad? militar del país más poderoso del mundo, durarán mucho. Para empezar, la derrota sin paliativos rubrica la decadencia política y el asombroso déficit (quizás, la quiebra) de credibilidad y, por consiguiente, de liderazgo, de EE UU; parafraseando al T. S. Eliot de Los hombres huecos (1925), el largo “siglo americano” (1919-2021) se termina “no con una explosión”, sino con el sollozo de una vergonzante retirada. Recuerda a lo de Saigón. Ahora solo falta que los EE UU terminen de aliados de los talibán, cosas más difíciles hemos visto. Al fin y al cabo, al contrario que sus enemigos, los insurgentes vencedores siempre han tenido claro por qué luchan, y ya se han apresurado a vestirse la pelliza de cordero y a anunciar que las mujeres (las principales víctimas de su celo religioso: qué futuro terrible les espera) serán “felices” bajo su régimen, y que sus derechos serán respetados “dentro de la ley islámica”, es decir, de su interpretación más rigorista y retrógrada. Y me temo, utilizando un mantra que los medios de comunicación audiovisuales aplican a cualquier cosa (las lluvias, los incendios, el calor, los contagios), que “lo peor está por llegar”. En cuanto a la guerra —nunca ha existido un mundo sin ellas—, recomiendo con entusiasmo La guerra, cómo nos han marcado los conflictos (Turner), de la gran historiadora Margaret MacMillan, un libro breve, sustancioso y muy ameno dedicado a explicar cómo la guerra, uno de los siniestros jinetes con los que amenaza el Apocalipsis, ha sido un importante factor de civilización: desde la creación de los primeros estados (por necesidades defensivas), a la burocracia moderna. La guerra ha sido también, paradójicamente, elemento de cambio y creatividad: ayudó indirectamente a la liberación de la mujer que, junto con los niños, es el sujeto más desamparado en toda guerra (por cierto, a partir de 1945, más de dos millones de alemanas fueron violadas por los soldados soviéticos); contribuyó a “civilizar” los conflictos (aunque las convenciones de La Haya y Ginebra no funcionaban para los “no civilizados”). Importante resulta también el impacto de la guerra en el arte: los muy diversos intentos de reflejar lo inexplicable (Goya, Otto Dix). Un buen estudio cultural que se toma la guerra (la de ahora, la de ayer) muy en serio.
Windsor
Como ha difundido The Crown, los duques de Windsor , además de no ocultar sus simpatías por lo alemán (pongámoslo así), se convirtieron en auténticos influencers de su época. Al duque se le atribuyen “inventos” duraderos como los pantalones con vuelta, además de la popularización de camisas estampadas (las blancas eran demasiado “aburridas”) y las corbatas ceñidas con el célebre nudo triangular al que prestó nombre. El nudo Windsor (Salamandra), de la escritora S. J. Bennett, habla de otros nudos menos inocuos, ofreciendo, además, una nueva vuelta de tuerca respecto a la naturaleza y carácter de los sabuesos/as que los resuelven. Imagínense: una mañana Isabel II (Lilibet, en familia), reina de Inglaterra (etcétera), una enérgica anciana acostumbrada a resolver (además de las tareas propias de su cargo) pequeños entuertos domésticos, se levanta en sus aposentos de Windsor y comienza una jornada más o menos oficial en la que, sin embargo, acabará resolviendo (con ayuda de su secretaria Rozie) el asesinato de uno de sus invitados. Todo con total discreción y un savoir faire que contrasta con la falta de rigor de la policía y el MI5 (que llega a sospechar que el asesinato había sido ordenado por Putin). Claro que hay un problema añadido: el papel de Su Majestad, la “verdadera reina del crimen”, no puede trascender. En ese tira y afloja de revelación / ocultamiento transcurre la divertida trama de este agradable thriller que he leído en pruebas y que ustedes podrán encontrar en las librerías a principios de mes. Apúntenlo en su lista de compras.
Vuelo
Parece mentira. Me he pasado mi vida ocupado por y en los libros, y todavía sigo cayendo en las trampas de los paratextos. Leí en la cuarta de Friday Black (Libros del Asteroide, una las editoriales independientes que sigo con particular interés), un libro de relatos del estadounidense Nana Kwame Adjei-Brenyah, elogios ditirámbicos acerca de este conjunto de cuentos, “un retrato distópico, demoledor y siempre sorprendente de la Norteamérica actual, así como una denuncia sin filtros, satírica y cruda..” y blablablá, blablablá. La recopilación ha recibido premios, elogios en las redes sociales y la han alabado escritores que admiro (como George Saunders). Total, que me dejé engatusar. Supongo que todos ustedes se han sentido alguna vez estúpidos cuando no les gusta algo que elogian muchos: pues eso es lo que me pasó cuando llegué al último cuento y me hice consciente de la pérdida de tiempo. No hay que fiarse nunca de los paratextos editoriales, aunque vengan firmados por Cervantes. Lo único que, en mi opinión, destaca del conjunto es la muy profesional traducción de Javier Calvo. Finalmente, y merced a un débil impulso, el libro se elevó desde mi sillón de orejas, dando vueltas en el aire hasta reposar en el cajón de desechables.
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