A favor del sentido común
Varios nuevos ensayos defienden la claridad para el discurso filosófico, como los nuevos volúmenes que publican Javier Vilanova Arias, José Carlos Ruiz o Hermann Keyserling
El sentido común, decía Descartes, es la cosa mejor distribuida del mundo, pues nadie apetece más del que tiene, aunque en la práctica pocos lo defienden. Hay cierta coincidencia en que el conocimiento científico exige métodos más precisos. Pero incluso la ciencia da por supuestas ciertas dosis de sensatez, así que no debiera extrañar que, de pronto, varios libros hablen de ese sentido y lo reivindiquen.
Javier Vilanova ha titulado su último libro Filosofía de sentido común; su publ...
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El sentido común, decía Descartes, es la cosa mejor distribuida del mundo, pues nadie apetece más del que tiene, aunque en la práctica pocos lo defienden. Hay cierta coincidencia en que el conocimiento científico exige métodos más precisos. Pero incluso la ciencia da por supuestas ciertas dosis de sensatez, así que no debiera extrañar que, de pronto, varios libros hablen de ese sentido y lo reivindiquen.
Javier Vilanova ha titulado su último libro Filosofía de sentido común; su publicación coincide con la versión española de La red de la creencia, de W. V. Quine y J. S. Ullian. El sentido común y la preferencia por el lenguaje ordinario son la base de Filosofía ante el desánimo, de José Carlos Ruiz; El mundo desde dentro, de Carlos Nieto Blanco, es un estudio sobre José Ferrater Mora, que unió su voluntad analítica a amplias dosis de eso que los catalanes llaman seny (sensatez). Por caminos diferentes discurre la obra de Hermann Keyserling (Estonia, 1880- Austria, 1948) quien decidió recorrer el mundo para ver dentro de sí mismo. La experiencia se plasmó en Diario de viaje de un filósofo, que tradujo hace un siglo Manuel García Morente y ahora se reedita.
La red de la creencia es un texto de divulgación en el que se exponen con claridad los elementos centrales de la filosofía de la ciencia y del lenguaje, dominantes en la segunda mitad del siglo XX y en vigor aún. Para Quine ―figura relevante de esta tendencia― y Ullian la ciencia es fruto de la investigación racional, de ahí que tenga enemigos notables entre los partidarios de doctrinas irracionales. El libro distingue entre las creencias razonables y las que no lo son y analiza los instrumentos intelectuales que permiten distinguir unas de otras. La base de las creencias son los sentidos y el lenguaje, una institución social que multiplica nuestra capacidad de observación al permitirnos el acceso a las observaciones de los demás. No obstante, resulta imprescindible saber cuándo los testimonios (los ajenos y los de los propios sentidos) son de fiar.
Las creencias son útiles, la credulidad no lo es tanto
En el camino, se analizan las creencias autoevidentes, el papel de los axiomas, las inferencias, las implicaciones y los sistemas explicativos causales y teleológicos. Las creencias son útiles, la credulidad no lo es tanto. Será bueno abandonar una creencia cuando no se hallen evidencias que la avalen, avales que deben responder a criterios intersubjetivos porque “nadie corroboraría la información de un periódico examinando más copias del mismo periódico”.
Probablemente los autores desconocían la máxima orteguiana que afirma que la claridad es la cortesía del filósofo (sí la conoce, y la cita, José Carlos Ruiz), pero comparten la idea. “Es una máxima básica para el pensamiento serio que sea lo que sea lo que hay que decir, se puede decir con perseverancia de forma clara”.
En varios puntos enlaza Javier Vilanova con Quine y Ullian. Uno es la defensa del lenguaje común, ya que “el lenguaje es el gran depositario de los resultados acumulados por la actividad humana”. En los primeros capítulos el autor procede a una especie de eliminación de prejuicios, para luego abordar qué pueda ser ese sentido común, a través de la historia de la filosofía hasta llegar al presente: “En pocos momentos de su historia”, sostiene, “viaja la filosofía tan de espaldas al sentido común”, lo que le lleva a plantear la función del lenguaje, muy de la mano de Austin y Wittgenstein, y no lejos de Quine para quien a veces no se trata tanto de resolver un problema filosófico como de disolverlo mediante el análisis lingüístico. Pero el objetivo de la filosofía no se agota en el sentido de las palabras. Sostiene Vilanova que “el filósofo es el que conoce el sentido de la vida”, aunque no todos los filósofos persigan ese fin hoy, cuando “la filosofía sigue en su deriva hacia la ultraespecialización y el academicismo” dejando de lado “una de las funciones más tradicionales del filosofar: la clarificación”. De ahí que la claridad haya sido “una de las más grandes aspiraciones del filósofo, si no la más grande”. En el presente “no sólo es cada vez más difícil para un filósofo entender a otro filósofo”, lo malo “es que cada vez se hace más difícil, si no se ha hecho ya imposible, entender al filósofo para la persona que no es filósofo”. Así que “poner en contacto los problemas reales con los problemas filosóficos vincula el sentido común a la reflexión filosófica y, ya de paso, al filósofo con el sentido común de los hombres”.
En la página 121 Vilanova se permite llamar “gilipollas” al lector. Una invitación a abandonar la lectura
Hay en el libro muchos comentarios supuestamente jocosos. Una de esas bromas confunde la provocación con la impertinencia. En la página 121 Vilanova se permite llamar “gilipollas” al lector. Una invitación a abandonar la lectura.
El gusto por la claridad y un cierto sentido común es patente en Filosofía ante el desánimo. Que es un libro de filosofía queda claro a partir de las referencias que emplea el autor. Pero no es una obra filosófica en sentido fuerte. Algunos de los temas principales de la reflexión filosófica (teoría del conocimiento, ontología, metafísica) quedan al margen o son meros elementos referenciales. En su lugar, el autor se pasea por los rincones filosóficos. Aborda la identidad, en un sentido muy distinto al de los lógicos e incluso al de Hume; analiza relaciones intersubjetivas como el amor o la amistad, y nociones subjetivas como la percepción de la edad, el dolor o el placer. Incluso cuando habla del pensamiento, parece más centrado en cómo se da que en el hecho mismo de pensar. Se trata de un libro interdisciplinar, que, desde la filosofía, cruza terrenos de la antropología, la sociología, la psicología e incluso los manuales de autoayuda.
Domina en la obra el estoicismo, con concesiones a un Epicuro alejado de cualquier tipo de hedonismo. El libro es un intento de comprender el presente. Un presente rabioso que, a veces, zigzaguea. Así, Ruiz explica que la pandemia ha disparado los divorcios. El dato era exacto cuando fue escrito pero en los últimos meses los divorcios han caído, por motivos económicos fundamentalmente, según los sociólogos. Destaca la reflexión sobre la ignorancia del hombre actual (“existe una idea común que defiende que estamos potenciando una sociedad de idiotas y también de imbéciles”, dice), que bebe del divertido panfleto de Carlo M. Cipolla Allegro ma non troppo, las leyes fundamentales de la estupidez humana. La idiotez es individual, pero se acentúa en la masa. A partir de ahí, establece Ruiz la hipótesis de si hay relación entre la estupidez y la maldad y cómo este asunto deviene crucial cuando se trata de comportamientos relativos a los asuntos públicos, protagonizados por personajes públicos. Sobran los ejemplos.
Ferrater Mora fue también un amante de la claridad. Buscaba en los autores lo más interesante en vez de enfatizar la disidencia. Fue “un constructor de puentes y no un hacedor de abismos”.
Las tres obras citadas buscan orientar al lector en el campo de la filosofía o de la vida. El libro de Carlos Nieto Blanco, sin desdeñar la visión global, recorre la trayectoria de Ferrater Mora, en paralelo al pensamiento del siglo XX que tan bien cultivó y divulgó Ferrater. Nieto Blanco no obvia el diccionario filosófico, pero destaca que el filósofo no se agota en la tarea que le dio más fama.
Ferrater fue también un amante del sentido común y de la claridad. Su obra evidencia su enciclopedismo y una voluntad universalista. Busca en los autores lo más interesante en vez de enfatizar la disidencia. Fue, dice Nieto Blanco, “un constructor de puentes y no un hacedor de abismos”.
Se describe también al Ferrater divulgador de la lógica y de la filosofía del lenguaje y al periodista, fotógrafo y cineasta, con referencias a la correspondencia del autor. Uno de sus amigos, tan dispar, fue Joan Oliver (Pere Quart), quien escribió: “Ferrater Mora es un filósofo que ama el lenguaje casi tanto como un poeta”, aspecto especialmente relevante porque “en filosofía el asunto del que se trata es el pensamiento; el estilo literario debe confinarse a la expresión y modulación de los pensamientos. Actualmente no hay ninguna razón para que el lenguaje no deba combinar la precisión con la belleza. Cuando ello sucede obtenemos la transparencia y la claridad que son características de la prosa de Ferrater Mora”.
El volumen incluye una cuidada bibliografía, un prólogo de Victoria Camps y un texto de Javier Muguerza a modo de epílogo.
Keyserling fue un noble estonio buen conocedor de la filosofía de su tiempo. Decidido a confrontarse con el todo como vía para llegar al conocimiento de sí mismo, emprendió una vuelta al mundo
Hermann Keyserling fue un noble estonio buen conocedor de la filosofía de su tiempo. Decidido a confrontarse con el todo como vía para llegar al conocimiento de sí mismo, emprendió una vuelta al mundo que le llevó a Asia a través de Suez. Realizó prolongadas estancias en India, China y Japón visitando sus centros de pensamiento, antes de iniciar el retorno por Estados Unidos. En todas partes intenta comprender el modo de pensar y sentir del otro, para ver si logra asir una realidad que, de una u otra forma, cree que se le escapa. Su interés es universal: la naturaleza, el arte, el sentido de la historia, la moral, la política, incluyendo las diversas variantes de la religión que encuentra en su camino. Sugiere que, tal vez, percibir desde el ser o el devenir no son otra cosa que “distintos aspectos de una realidad absolutamente idéntica”. Puntos de referencia para entenderlo serían Hegel y Bergson, si bien este último, lamenta Keyserling, “todavía no ha tocado el mundo del deber”.
Para Keyserling es Kant un referente constante, incluso para explicar sus sensaciones ante la visión del cañón del Colorado donde aprecia la concepción kantiana de “lo sublime”.
A su vuelta tuvo que aplazar la publicación debido a la primera gran guerra. “Fuera ruge la guerra mundial”, escribió, “no es bastante que todos aspiren a aniquilarse: por boca de sus directores espirituales se calumnian y se injurian unos a otros, desmedidamente, como los héroes homéricos. Toda armonía, toda comprensión, está en suspenso. La unidad de la humanidad parece no existir”. Eso era hace cien años. Hora más, hora menos.
Lecturas
La red de la creencia.
W. V. Quine y J. S. Ullian.
Traducción de Juan José Lara Peñaranda.
Tecnos, 2021.
204 páginas. 19 euros.
Filosofía de sentido común.
Javier Vilanova Arias.
Guillermo Escolar, 2021
310 páginas. 15,20 euros.
Filosofía ante el desánimo. Pensamiento crítico para construir una personalidad sólida.
José Carlos Ruiz.
Destino, 2021.
320 páginas. 19,90 euros.
El mundo desde dentro. El pensamiento de José Ferrater Mora.
Carlos Nieto Blanco.
Prólogo de Victoria Camps. Epílogo de Javier Muguerza.
Renacimiento, 2021.
520 páginas. 22,70 euros.
Diario de viaje de un filósofo.
Hermann Keyserling.
Traducción de Manuel G. Morente.
Hermida, 2021.
842 páginas. 30,40 euros.
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