Érase otra vez: cómo transformar (para bien) los cuentos de hadas

La escritora Ana Llurba expone en un nuevo ensayo de qué forma las narradoras más innovadoras del presente demuestran cómo “los arquetipos siguen hablando, pero ya no dicen lo mismo”

Ilustración para 'La cámara sangrienta', de Angela Carter, colección en la que reescribía 10 cuentos de hadas de Charles Perrault.

A lo largo de los últimos 200 o 300 años, decía Angela Carter (Eastbourne, Reino Unido, 1940-1992), los cuentos de hadas y los cuentos populares —los cuentos de la Mamá Ganso, esto es, de las viejas comadres, los chismorreos; su vulgarización está para ella relacionada con el hecho de que, a todas luces, provenían de voces femeninas, porque, como opinaba Virginia Woolf, “anónimo” era siempre sinónimo de “mujer”— han sido recopilados como un fin en sí mismo, “y se los ha guardado cual tesoro por un ...

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A lo largo de los últimos 200 o 300 años, decía Angela Carter (Eastbourne, Reino Unido, 1940-1992), los cuentos de hadas y los cuentos populares —los cuentos de la Mamá Ganso, esto es, de las viejas comadres, los chismorreos; su vulgarización está para ella relacionada con el hecho de que, a todas luces, provenían de voces femeninas, porque, como opinaba Virginia Woolf, “anónimo” era siempre sinónimo de “mujer”— han sido recopilados como un fin en sí mismo, “y se los ha guardado cual tesoro por un amplio abanico de motivos que van de la curiosidad del anticuario a la ideología”.

Señalaba Carter, por ejemplo, de qué forma los hermanos Grimm, Jacob y Wilhelm, filólogos, anticuarios y medievalistas, “se propusieron establecer una cultura unitaria para el pueblo alemán” a través de su reescritura. Y a la vez, cómo en el siglo XIX el estudioso J. F. Campbell viajó a las Tierras Altas de Escocia para “transcribir y así preservar” las historias ancestrales de la lengua gaélica antes de que el inglés “las arrasara”. Y también, por supuesto, de qué forma han inevitablemente permeado todo lo que vemos y leemos hoy, indirectamente. Desde las novelas de Dickens, dijo, hasta Dinastía.

La escritora británica fue una apasionada folclorista que pasó buena parte de su vida estudiando el cuento popular y acabó dando forma, dándole su forma, una que tenía que ver con no huir del peligro —el mundo ahí fuera es salvaje, aceptémoslo y disfrutémoslo— sino con abrazarlo, con dejarse llevar por el deseo, y lo irracional, a su propia recopilación. Lo hizo mezclando infinidad de tradiciones y dando lugar a dos volúmenes —compilados por Impedimenta en uno en España: Cuentos de hadas (2016)— que refundaron, majestuosa, libérrima y tenebrosamente el género.

Contagiada por el espíritu, totémico y poderoso, de Carter, Ana Llurba (Córdoba, Argentina, 40 años) observa, desde la atalaya del presente, de qué manera siguen hoy ese imaginario “portátil”, como decía Carter, que cualquiera lleva encima “como parte de un equipaje invisible”, de qué forma sigue el presente narrativo invadido, en ciertos casos de forma brillante y muy explícita, de cuentos de hadas revisitados y reformulados, un “revisionismo” que coincide con la cuarta ola del feminismo pero que no solo tiene que ver con ella, como cuenta en el microensayo Érase otra vez. Cuentos de hadas contemporáneos (Wunderkammer) “Es un revisionismo constructivo, un semillero disparador de estímulos, que demuestra que estos arquetipos siguen hablando pero ya no dicen lo mismo, atravesados como están por el feminismo, la política de identidades y el talento de las, sobre todo, escritoras que se han propuesto darles la vuelta”, expone la también escritora, autora del libro de relatos Constelaciones familiares (Aristas Martínez), entre otros volúmenes.

El proceso lleva en marcha desde la década de los setenta, como reacción a la domesticación del relato popular que hizo la factoría Disney. Aunque no solo por eso, por supuesto. El escritor Robert Coover, uno de los principales representantes del posmodernismo estadounidense, ha dedicado su vida a destruir hasta el último de los mitos con los que se ha cruzado para que de ellos no quede nada, con la intención de partir de cero —lo hace en El hurgón mágico y Zarzarrosa, donde imagina a una bella durmiente violada por el príncipe, e incluso en su Pinocho en Venecia, transformándose a sí mismo, el escritor, en maltatado muñeco de madera—. Margaret Atwood, cuya ficción fue feminista antes del feminismo, también.

Moshfegh, la bella durmiente

No es solo que sus primeros poemarios deformasen los arquetipos de los cuentos de hadas, es que su ficción vuelve una y otra vez a ellos. “Lo que se produce al deformar un cuento de hadas es que mueves el esquema con el que miras el mundo”, dice Llurba, que analiza obras de Helen Oyeyemi, Kelly Link, Carmen Maria Machado, e incluso Ottessa Moshfegh, porque, para la escritora, Mi año de descanso y relajación es una especie de bella durmiente —la protagonista, joven, guapa, rica, decide inflarse a barbitúricos para dormir durante un año, y escapar a lo que se espera de ella porque lo aborrece profundamente— “no explicitada”. “Es su manera de escapar a ser Carrie Bradshaw”, dice.

Llurba atiende, sobre todo, a las nuevas formas que están adoptando, incluso en el cine, los viejos cuentos, con el fin de “atisbar nuevos horizontes y nuevas mitologías más inclusivas y, ojalá, más emancipadoras”. Aunque por supuesto hace un pequeño recorrido sobre quiénes han contado esos cuentos antes y con qué intención —cómo la curiosidad de la mujer era constantemente castigada— pero también las deformaciones que estos han sufrido desde el principio —cómo, por ejemplo, las versiones originales fueron “pulidas” para presentárselas al público infantil en el siglo XIX—.

“Cuando surge el concepto de la infancia, los cuentos de hadas dejan de ser para adultos, porque en la época de Charles Perrault lo eran, eran un entretenimiento en la corte de Versalles, para la élite de la época”, analiza Llurba, que cree que sobre todo las narradoras —menciona también a Kristen Roupenian, a Shirley Jackson, Cristina Fernández Cuba, Dubravka Ugresic y a la poeta Anne Sexton— los utilizan para precisamente lo contrario para lo que fueron creados: acabar con las expectativas que se les suponen como mujeres.

Un fotograma de La Cenicienta, película de dibujos animados de Disney.

Ocurre así en The Lure, de Agnieszka Smoczynska, cinta sobre un par de hermanas sirenas que nada tienen de angelicales, y que a lo que se dedican, por más que el mundo pretenda explotarlas —en un club de alterne— es a devorar corazones humanos. O en la forma en la que los personajes que crea El Señor Fox de Helen Oyeyemi, el escritor aficionado, como Barbazul, a asesinar a mujeres —en su caso, de ficción— se rebelan contra él y su obsesión por maltratar a la mujer. Pero Llurba insiste. Los cuentos de hadas, podría decirse, son espejos que reflejan la época en la que fueron ”recontados”.

“Los cuentos de hadas llevan construyéndose y reconstruyéndose desde hace siglos. Lo que he intentado es contagiar mi pasión por la reconstrucción actual, pasión que me despertó Angela Carter”, dice. Pasión que no puede evitar estar ahí, desde el principio, en casi cualquier vida de escritor, porque ¿no son cuentos de hadas aún lo que leen antes de nada? La tendencia, en cualquier caso, es un hecho. La semana próxima Rebecca Solnit, la autora de Los hombres me explican cosas, piensa sumar otro título a esta cada vez más larga lista, un Cenicienta liberada (Lumen) en el que la protagonista se atreve a decir basta.

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