ARTE

La lengua que vendrá

Una nueva generación de artistas, como Irene Solà, Alicia Kopf o Verónica Gerber Bicecci, navega entre la palabra escrita y la creación plástica

Una imagen del proyecto 'Speculative Intimacy', de Alicia Kopf.ALICIA KOPF

Irene Solà acaba de publicar Los diques y Verónica Gerber Bicecci vuelve a Conjunto vacío. Se trata de dos reediciones que, sin embargo, acarrean el marchamo de libros nuevos. En el caso de Solà, porque su primera novela aparece ahora en castellano (en Anagrama), cuatro años después de su edición en catalán (en L’Altra Editorial). En el caso de Gerber Bicecci, ...

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Irene Solà acaba de publicar Los diques y Verónica Gerber Bicecci vuelve a Conjunto vacío. Se trata de dos reediciones que, sin embargo, acarrean el marchamo de libros nuevos. En el caso de Solà, porque su primera novela aparece ahora en castellano (en Anagrama), cuatro años después de su edición en catalán (en L’Altra Editorial). En el caso de Gerber Bicecci, porque su libro, editado en 2018 por Pepitas de Calabaza, regresa a México (y al sello Almadía) con epílogo inédito de la autora. Las dos combinan su carrera literaria con una notable trayectoria en el arte contemporáneo. Las dos se valen de esa simbiosis para explorar un nuevo lenguaje. Se da además la circunstancia de que no se comportan como una excepción en esta mezcla.

El año pasado asomaron, bajo la pandemia, las primeras novelas de Martha Luisa Hernández, escondida bajo el seudónimo de Martica Minipunto (La puta y el hurón, Éditions Fra), y Dara Scully (Animal de nieve, Caballo de Troya). Un poco antes, Alicia Kopf había sorprendido con Hermano de hielo (L’Altra Editorial en catalán, Alpha Decay en castellano). Y, desde siempre, la francesa Valérie Mréjen ha caminado por una vereda solitaria con sus vídeos y novelas. Entre estas, Mi abuelo, El agrio, Eau Sauvage o Selva negra, publicadas en España por Periférica. Algo parecido podría decirse de Chris Kraus, cuyo ensayo Video Green, posterior a piezas narrativas como Sopor o I Love Dick, fue recuperado por Consonni.

Estas novelistas despliegan su arte en el dibujo, la fotografía, el vídeo, la pintura, la instalación, la performance, el cine o el teatro. Y todas confirman, si no una tendencia, al menos una evidencia. Una marea que crece como un síntoma al que no hace falta inflar como un canon (o un anticanon). Ya sabemos que artistas que escriben (o escritores que hacen arte) han existido siempre. Pero algo nos dice que no estamos aquí ante una carambola o un devaneo esporádico. Además del dato más o menos noticioso de zigzaguear entre los dos mundos, estas autoras comparten un idioma que es arte y es literatura, pero que está a punto de convertirse en otra cosa. Una lengua nueva que esquilma y modifica cada orilla.

Detalle de la exposición de Irene Solà 'Hay una historia de una mujer que', en el festival Art Nou (Barcelona, junio de 2020).IRENE SOLÀ (CORTESÍA)

Por eso ni siquiera es importante que se reconozcan en una corriente o escuela. Scully, por ejemplo, aparenta una distancia entre sus fotografías —a menudo, autorretratos hipervisibles— y su novela, situada en los silencios de un colegio enclaustrado. Hernández, por el contrario, amalgama novela, epistolario, poesía, ensayo y dramaturgia en una teatralidad explosiva muy próxima a eso que Glenda León, otra artista con un pie en la escritura, ha definido en su libro La condición performática.

En cualquier caso, un texto crítico no tiene que forzar una teoría (no digamos ya un manual). Puede bastarle con proponer una geografía que cobije parentescos posibles; a la manera de los mapas dibujados por Blanchot, Susan Sontag, Harold Bloom o Don DeLillo. ¿Y si Ulises y Homero fueran una sola y misma presencia? ¿Y si parte de la Biblia hubiera sido escrita por una mujer? ¿Y si la angustia infinita de Sarajevo necesitara de Beckett y su Godot para definirse? ¿Y si Thelonious Monk, Glenn Gould y Thomas Bernhard compartieran, tambaleantes, un territorio común causante de sus respectivas obras y desgracias?

Si en el Manifiesto del tercer paisaje Gilles Clément reivindicaba cunetas o lugares ambiguos (ni urbanos, ni rurales) como espacios fuera de control, aquí podríamos hablar de un tercer lenguaje. Que es arte y escritura, desde luego, pero que a la vez es capaz de liberar estos compartimentos. Y no tanto por el añadido que ofrece el conocimiento de los dos mundos, sino por la resta que esa sabiduría le permite. Por la eventualidad de quitar en lugar de poner, y así tirar por la borda —en la escritura y en el arte— todo aquello que en cada campo acaba siendo un lastre.

Puede que de esa economía surja un ruido que suene como algo parecido al siglo XXI. Ese en el que Irene Solà percibe que “la palabra escribir y la palabra novela son translúcidas”. O que la literatura y el arte consisten en unas presentaciones protocolares (“esta es Ada”, “esta es la copa de vino, tinto, como la garganta de un lobo”, “estos son los enojos”), dispuestas, desde el principio, con el único objetivo de traicionarlas.

Todo esto le ha permitido a Verónica Gerber Bicecci desplegar una teoría. Un cuerpo de ideas de largo recorrido sobre el lenguaje y el porvenir que puede salir de “fotografías, correos electrónicos y mapas”. O de colocar —al revés de lo que hace el activismo o la retórica del compromiso— lo individual en las respuestas y lo común en las preguntas. O de sospecharle una política al Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. O de rescatar lo autobiográfico, “al mil por ciento”, por encima de la autoficción. O de cerrar el búnker del arte o de la literatura como única manera de abrirse al mundo. O de trastornar el lugar de quien escribe y quien lee desde una novela pasmada “que se quiere quedar sin palabras”. O de activar un lenguaje verbal que se desmorone a lo largo de la trama, justo “al centro de la intersección entre ambos universos”.

No es otro el denuedo de Martha Luisa Hernández/Martica Minipunto cuando se dedica a “hacer cosas con la lengua”, a lengüetear las palabras con la “ductilidad de un músculo que improvisa sin la lógica de la pura representación”.

“Estoy en La Habana, Cuba, saco la lengua desde la ventana”, escribe. Con eso es, quizá, suficiente. A fin de cuentas, ¿hay algo más esperanzador que burlarse del presente mientras con una lengua nueva se apunta al futuro?


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