Negociar la salud
La paradoja es que pensamos que la salud es innegociable y sin embargo aparece como uno de los mayores negocios de este siglo
La salud por encima de todo, incluso de la economía, ha sido uno de los mantras de la pandemia. Al mismo tiempo, nunca antes como en estas décadas se había hecho tanto dinero con ella. Para numerosos pensadores críticos, las sociedades avanzadas han desarrollado una aversión o negación de la enfermedad y la muerte, todavía más patente este año, y que conduce eventualmente a nuestra deshumanización. Preservar la vida biológica a cualquier precio, incluso al precio de suspender su existencia humana, es, desde este punto de vista, una aberración. “La vida es el alfa, no el omega”, escribe la filó...
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La salud por encima de todo, incluso de la economía, ha sido uno de los mantras de la pandemia. Al mismo tiempo, nunca antes como en estas décadas se había hecho tanto dinero con ella. Para numerosos pensadores críticos, las sociedades avanzadas han desarrollado una aversión o negación de la enfermedad y la muerte, todavía más patente este año, y que conduce eventualmente a nuestra deshumanización. Preservar la vida biológica a cualquier precio, incluso al precio de suspender su existencia humana, es, desde este punto de vista, una aberración. “La vida es el alfa, no el omega”, escribe la filósofa francesa Alexandra Laignel-Lavastine en un ensayo titulado La déraison sanitaire (La sinrazón sanitaria). Para Laignel-Lavastine, si bien “nunca antes estuvo la humanidad mejor armada médica y científicamente contra una epidemia, nunca antes estuvo tan desarmada moralmente para hacer frente a ella”. La filósofa se inquieta del precedente que supone la gestión de la pandemia en cuanto a suspensión de libertades, intrusión del Estado en la vida privada de las personas, tendencias higienistas y ruptura del vínculo social y cultural, fundamento de nuestra civilización. Denuncia asimismo la presunta hipocresía de unas sociedades desarrolladas dispuestas a sacrificarse por sus mayores, que por otra parte mantienen apartados y enclaustrados en establecimientos especialmente diseñados con este fin. En Este virus que nos vuelve locos (La Esfera de los Libros), escrito durante el primer confinamiento, su compatriota Bernard-Henri Lévy se muestra atónito ante las loas del confinamiento como un momento único para “estar con nosotros mismos” y reflexionar sobre nuestra existencia y ante la idea de que la pandemia supone una suerte de punición que nos hará mejores. Insiste: “No hay ningún ‘buen uso’, ninguna ‘lección social’ ni ningún ‘juicio final’ que quepa esperar de una pandemia, salvo observaciones simples, sin pathos, del estado del sistema sanitario y del hecho de que nunca invertimos lo suficiente en investigación y hospitales”.
Efectivamente, si cabe extraer alguna conclusión de esta pandemia es que la desigualdad social y económica, junto con la ausencia o merma de los sistemas públicos de salud, dificultan enormemente el control de las enfermedades. Sin embargo, la tendencia en numerosos países a lo largo de las dos últimas décadas ha sido a privatizar la sanidad y/o someterla a transformaciones estructurales destinadas, supuestamente, a hacerla más eficiente. Hace más de un lustro que Mariela Rubio Jiménez publicaba Tu salud, nuestro negocio (Ediciones Akal, 2014), donde la periodista da cuenta de las privatizaciones de los servicios sanitarios iniciadas en varias comunidades autónomas bajo los Gobiernos del Partido Popular. Rubio Jiménez describe, con nombres y apellidos, “la ósmosis entre cargos públicos y privados” y la transferencia neta de recursos públicos a los contratistas privados en estos procesos. Constata el deterioro de los hospitales públicos, que ven su personal y sus recursos disminuidos a la par que deben hacerse cargo de un número creciente de pacientes con patologías complejas y crónicas derivados de los hospitales privados y semiprivados, lo cual redunda en un aumento del coste medio por paciente, generando la apariencia de que son menos eficientes que los hospitales privatizados y reforzando el argumento a favor de las privatizaciones. En el libro Konsulterna (Los consultores), publicado en 2019, las periodistas suecas Anna Gustafsson y Lisa Röstlund se adentran en la maraña de intereses que acompañó la reestructuración del prestigioso Instituto Karolinska de Estocolmo en torno a un nuevo modelo de gestión, value-based healthcare, promovido por el conocido experto académico estadounidense Michael Porter y su consultora BCG. Al coste medio por paciente, este modelo suma otro criterio de eficiencia: la satisfacción del paciente. Más allá de la operatividad del modelo en el plano teórico, en la práctica la reestructuración de Karolinska supuso jugosas facturas de dudosa legalidad para las consultoras involucradas, deserción del personal sanitario, descontento con los cambios y, lo más grave, colas para operaciones esenciales donde antes no las había. Detrás del modelo se esconde, según las periodistas, la voluntad de las consultoras implicadas de hacerse con los datos médicos de millones de suecos, recogidos desde hace décadas en un registro inédito en el mundo. Una auténtica mina de oro per se para laboratorios y farmacéuticas, y un ejemplo que sirve de punta de lanza para la creación de registros similares en otros países asesorados por las mismas consultoras. La posibilidad de contrastar datos de pacientes de todo el mundo permitiría a la investigación médica avanzar enormemente. El problema es que no hay garantía de que sean siempre entes públicos con la obligación de proteger y rendir cuentas a los ciudadanos los que manejan estos sensibles flujos de datos. He aquí la paradoja: pensamos que la salud es innegociable y sin embargo aparece como uno de los mayores negocios de este siglo.